índice

(Retablo jovial)

Alejandro Casona

Sancho Panza en la ínsula

Entremés del mancebo que casó con mujer brava

Farsa del cornudo apaleado

Fablilla del secreto bien guardado

Farsa y justicia del corregidor

 

El milagro pequeño (poesía)

Personajes

SANCHO PANZA EN LA ÍNSULA

RECAPITULACIÓN ESCÉNICA

DE PÁGINAS DEL QUIJOTE.

  • Sancho

  • El mayordomo

  • El Doctor

  • El Sastre

  • El labrador

  • El Viejo con báculo

  • El Viejo sin báculo

  • El Graciosico

  • La Buscona

  • El Ganadero

  • Dos Pajes

  • Guardias, Marmimotones, Galopines y Pueblo de Barataria

 

Sala de Justicia en el palacio de Sancho. Estrado y sillón con baldaquino rojo en que se lee la siguiente inscripción: «Hoy tomó posesión desta insula Barataria el señor don Sancho Panza, que muchos años la goce»

 (El CRONISTA. asomado a un ventanal, contempla la plaza, donde se oyen vítores. tambores, chirimías y repique de campanas. Entra el MAYORDOMO.) 

MAYORDOMO.-¿Viene ya el señor gobernador?

CRONISTA.-En este momento entra en la plaza rodeado de pajes y escuderos. Allí el pueblo le aclama, la guardia le rinde armas y el alcaide le besa las manos. (Cesa la música y se oye el rijo largo de un rebuzno.) MAYORDOMO.- ¡Qué donosa figura hace nuestro gobernador en su jumento!

CRONISTA.-Pero decidme por vuestra vida, que yo no salgo de mi asombro, ¿qué significa todo esto? ¿Es posible que nuestros señores los duques hayan elegido para gobernamos a ese villanote de bota y alforjas, con trazas de labrador y barba de dos semanas?

MAYORDOMO.-Los duques nos le envían, en efecto. Pero habéis de saber que todo esto no es más que una famosa burla. Este gobernador que aquí llega no es otro que el gran Sancho Panza, rústico simple y sin sal en la mollera.

CRONISTA.-¿El escudero de ese extraordinario loco al que llaman don Quijote de la Mancha?

MAYORDOMO.- El mismo que viste y calza. Según parece, el tal don Quijote le tenía prometido el gobierno de una ínsula a su escudero que, por lo visto, no está mucho más cuerdo que su amo. Y nuestros señores los duques, en cuyo palacio se hospedaban ahora uno y otro, no han podido imaginar más divertida burla que ésta: hacerle creer al bueno de Sancho que este lugar es la ínsula prometida, y dejarle que la gobierne unos días para ver hasta dónde llega su simpleza, pasando de destripar terrones a administrar justicia y vivir como señor en un palacio.

CRONISTA.-Entonces todos esos que le rinden pleitesía ¿están en el secreto?

MAYORDOMO.- Unos sí y otros no, para que no sabiéndolo algunos tenga esta patraña más trazas de verdad. Tratadle vos con toda cortesía y anotad por escrito los hechos y dichos memorables de Sancho Panza para comunicarlos a la señora duquesa, que espera dos fanegas de risa de esta nunca vista aventura.

CRONISTA.-Silencio. Aquí llega nuestro gobernador.

(Vuelven a oírse vítores y música. Dos soldados de alabarda ocupan los umbrales, y entra SANCHO, de rústico, seguido por el DOCTOR, PAJES y PUEBLO DE BARATARIA. El MAYORDOMO se adelanta y, rodilla en tierra, le ofrece las llaves en un cojín.)

MAYORDOMO.- Estas son las llaves de nuestra ciudad, señor. A vuestro corazón y a vuestro valeroso brazo las entregamos poniendo en vos vuestra esperanza.

SANCHO.- Luego ¿ya soy gobernador?

MAYORDOMO.- Por la gracia de Dios y de nuestros señores los duques, lo sois desde aquí mismo.

SANCHO.-¿ Y puedo ya mandar?

MAYORDOMO.-Ardiendo estamos todos en deseos de obedeceros como fieles vasallos.

 SANCHO.-¿Quién sois vos?

MAYORDOMO.- Mayordomo soy de este palacio, con licencia vuestra.

(Nuevo rebuzno.)

SANCHO.- Pues a vos mando en primer lugar, señor mayordomo. Cuidad de ese rucio que me ha traído, como si fuera mi propio hermano.

MAYORDOMO.-¿Qué rucio decís?

SANCHO.- Mi pollino, que por no avergonzarle con ese nombre vil, le llamo el rucio por el color de su pelaje.

MAYORDOMO.-(Altivo.) ¿Y paréceos que soy yo hombre para cuidar pollinos?

SANCHO.- Paso a paso, señor mayordomo, no madruguéis tanto a ofenderos. Sepamos: si aquí estuviera mi mujer Teresa Panza, ¿qué tratamiento le daríais?

MAYORDOMO.-Tratamiento de señora, por ser la esposa del gobernador.

SANCHO.-Muy puesto en razón. Y si aquí estuviera mi hija, Sanchica Panza, ¿qué tratamiento le daríais?

MAYORDOMO.-De señora también, como a hija de gobernador.

SANCHO.-Pues sabed que ese pollino es mi amigo fiel, mi compañero de fatigas, la lumbre de mis ojos y las telas de mi corazón. ¡Tratadle, pues, con la reverencia debida a un pollino de gobernador! Y llevad entendido que no será el primer asno que reciba honores por méritos que no son suyos.

MAYORDOMO.- Pero señor...

SANCHO.-No se hable más: el gobernador lo manda y basta. Y bien se está en San Pedro en Roma; que con quien tiene el mandar, callar y callar. Y entre dos muelas cordales nunca metas los pulgares. Pues no si no haceos de miel y os paparán las moscas. Dicho está ¡cuídese de mi rucio!

MAYORDOMO.- Como mandéis, señor. (Al DOCTOR.) ¡Atiéndase al rucio del señor gobernador!

DOCTOR.- (AI CRONISTA.) ¡Atiéndase al rucio del señor gobernador!

CRONISTA.- (A un PAJE.) ¡Atiéndase al rucio del señor gobernador!

PAJE.-(Desde la puerta.) ¡Atiéndase al rucio del señor gobernador!

(La orden se repite fuera, alejándose, en rigurosa escala de precedencia.      SANCHO. que ha seguido pasmado el traslado de órdenes, comenta.) SANCHO.- ¡Prodigiosa organización! y vos ¿quién sois?

CRONISTA.- Cronista soy de esta ínsula, a vuestro servicio.

SANCHO.-¿Sabéis leer y escribir?

CRONISTA.-¿Pues cómo no, siendo cronista?

SANCHO.-No os espante la pregunta. que más que cronista soy yo y nunca a leer ni escribir aprendí, si no fue a firmar con unas letras grandes como de marca de fardo, que decían que decían mi nombre. Ahora bien, señor cronista, ¿qué quieren decir esas pinturas que ahí hay?

CRONISTA.- Ahí está escrito y notado el día en que vuestra señoría tomó posesión de este gobierno. y dice así el epitafio: "Hoy tomó posesión de esta Ínsula Barataria el señor don Sancho Panza, que muchos años la goce."

 SANCHO.-(Mirando en redondo.) ¿Y a quién llaman aquí «don» Sancho Panza?

CRONISTA.-A vuestra señoría, que en esta Ínlsula jamás ha entrado otro Panza sino vos.

SANCHO.-Pues advertid. hermano, que yo no tengo «don» ni en todo mi linaje lo ha habido. Sancho Panza soya  secas, y Sancho fue mi padre. y Sancho  mi abuelo; y todos fueron  Panzas,  mucha honra, sin  añadiduras de dones ni de doñas. De casta de labradores vengo y nunca me avergonzaré de el1o;  que éste es consejo que me dio mi señor don Quijote. Y el que tiene corta la  pierna no necesita larga la sábana. Nadie se precie de su cuna, que la sangre se hereda, pero la virtud hay que conquistada; y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale. Y más que, mientras dormimos, todos somos iguales: los ricos y los pobres, los mayores y los menores. Y después de muertos, el labrador y el obispo caben en un palmo de tierra. Conque cepos quedos; que el hábito no hace al monje; y debajo de una mala capa puede haber un buen bebedor... ¡Y no digo más!

DOCTOR.- Ni hace falta, señor, que todo eso está muy en su punto. Pero mirad que no parece bien en un gobernador ensartar tantos refranes, más propios del vulgo que de los hombres sabios.

SANCHO.-¿ Y quién sois vos, hombre sabio, ni quién os ha dado vela en este entierro?

DOCTOR.- Doctor soy a vuestras órdenes, graduado en la Universidad de Osuna.

SANCHO.-Pues usad vos de vuestras bachillerías de Osuna y dejad me a mi usar de mis refranes, que son toda mi hacienda. Y nadie se tome con su gobernador, que el que manda, manda; y las necedades del rico, por sentencias pasan en el pueblo. No os vengáis a estrellar contra el más fuerte; que si el cántaro da en la piedra o la piedra en el cántaro, mal para el cántaro. Conque, al buen entendedor... bastante he dicho. Ahora, señores, preparad la comida del gobernador. Y sea abundante, que llevo siete leguas sin probar bocado. y pan y vino andan camino, que no mozo garrido.

MAYORDOMO.- Perdón. señor; antes habéis de administrar justicia. que todavía no es la hora del yantar, y hay aquí unos pleiteantes aguardando.

SANCHO.-¿Son muchos?

MAYORDOMO.- Por ahora. tres o cuatro no más.

SANCHO.- Pues entren esos tales,  y lluevan sobre mí pleitos, que si nadie me estorba con latines ni papeles, yo los despabilaré en el aire mejor que el mismo Salomón.

MAYORDOMO.- He aquí la vara de la Justicia. Pero antes de tomarla. fuerza será que cumpláis con una vieja costumbre de esta tierra.

SANCHO.-Así sea. que respetar las costumbres es ley de buen gobierno. Veamos qué es ello.

MAYORDOMO.-Es la costumbre que todo el que viene a tomar posesión de esta famosa ínsula está obligado lo primero a responder a una pregunta que sea algo intrincada y dificultosa. Por esa respuesta el pueblo toma el pulso del ingenio de su nuevo gobernador, y así se alegra o se entristece con su venida.

SANCHO.-Pues venga esa pregunta, que yo sentenciaré lo mejor que pudiere sin perdonar derecho ni llevar cohecho. Y si no acierto, al que da lo que tiene, no se le pida más. Conque adelante el preguntador.

MAYORDOMO.-Pues es el caso, señor, que a la entrada de esta villa hay un puente, y en la mitad del puente hay una horca. Y está mandado que a todo el que pase el puente se le pregunte a dónde va. Si contesta la verdad, se le deja ir libremente; pero si contesta mentira, se le debe ahorcar allí mismo. Pues bien, esta mañana llegó al puente un hombre, y al preguntarle los centinelas a dónde iba, contestó: «Voy a morir en esa horca.» Y ahí está lo grave, señor gobernador: que no hay manera de cumplir con la ley. Porque si se le deja libre resultará que se le deja habiendo dicho mentira, y si se le ahorca resultará que se le ahorca habiendo dicho verdad. ¿Cuál es vuestra sentencia?

SANCHO.-(Se rasca la cabeza resoplando.) Vamos despacio, que juez que mal se informa nunca bien pronuncia. ¿Manda la ley que al que diga verdad se le deje ir libre y al que diga mentira se le ahorque?

MAYORDOMO.-Así es.

 SANCHO.- y ese hombre. al preguntarle ¿adónde vas? contesta: a morir en esa horca.

CRONISTA.-Así es también.

SANCHO.- Luego si se le deja ir libre no se cumple con la ley porque ha dicho mentira, y si se le ahorca tampoco se cumple con la ley porque ha dicho verdad.

DOCTOR.-Así mismo.

SANCHO.-¿Y ése es todo el intríngulis? Pues a fe que, o yo soy un porro o este negocio se resuelve en dos paletadas. Porque si no hay manera humana de ahorcar a medio hombre dejando en libertad al otro medio,

y si la balanza está en el fiel con las mismas razones para perdonarle que para condenarle, y ni condenándole ni perdonándole se cumple con la ley.... lo que sobra es la ley. Conque perdónese a ese hombre, que de doblarse , alguna vez la vara de la justicia, más vale que se doble hacia la misericordia que no hacia el castigo. Ésta es mi sentencia.

MAYORDOMO.-¿Han oído, señores?

PUEBLO.-¡Dios guarde a nuestro gobernador!

MAYORDOMO.- Tomad, pues, la vara de la Justicia; que si todas vuestras sentencias son como ésta, bien seguros podemos estar en vuestras manos.

SANCHO.- Quédese aquí la vara, que ya habrá tiempo de usarla. Y vamos a comer, señores, que no tengo yo la cabeza para tanto pensamiento ni el estómago para tanto ayuno.

DOCTOR.-Esperad todavía, señor; los pleiteantes aguardan.

SANCHO.-Mala costumbre es ésta de traer los pleitos a la hora del comer. Pero en fin. el que quiera estar a las maduras esté también a las duras, y cada palo aguante su vela, que cuando Dios amanece, amanece para todos. Que pasen esos hombres.

(Sale un PAJE a dar la orden.)

 

 

MAYORDOMO.- Tomad las insignias de vuestro cargo.

(Ayudado por un PAJE le ciñe ceremoniamente un rico tabardo con guarnición de cibelinas, gorra de velludo con pluma y collar de oro. SANCHO toma la vara y sube solemnemente al estrado. Entretanto el DOCTOR comenta con el CRONISTA.)

DOCTOR.- ¿Qué me decís de nuestro flamante gobernador?

CRONISTA.- Que no tiene pelo de tonto. y no sería yo quien le metiera un dedo en la boca. Por burla se le ha nombrado; pero bien pudiera ser que, si sigue como hasta aquí, las bromas se vuelvan veras y salgan burlados los burladores.

 

(Pasa el CRONISTA a su mesa, donde va tomando nota de los juicios. Entran el LABRADOR con sus alforjas y el SASTRE con ferreruelo y grandes tijeras colgadas a la Cintura. Tras ellos entran dos VIEJOS barbados -el uno con grueso báculo- que permanecen al fondo esperando su audiencia.)

SASTRE.-(Mirando a todos.) ¿Quién es el señor gobernador?

SANCHO.- ¿Quién va a ser? ¿No veis aquí la vara?

(Corren los dos a sus pies. disputándose la palabra.) SASTRE.- ¡Dadme a besar esas manos justicieras!

LABRADOR.- ¡Dadme a mí las manos y los pies!

SANCHO.- ¡Ni manos ni pies ni besos. Al grano. y barras derechas! ¿Qué negocio es el vuestro?

SASTRE.- ¡Justicia contra ese acusador embustero!

LABRADOR.- ¡Justicia contra ese ladrón desastre!

SASTRE.- ¿Ladrón yo?

LABRADOR.- ¿Embustero yo?

SANCHO.-¡Silencio los dos! Cómo ¿no ensilláis y ya cabalgáis? ¿Es que puedo yo ver clara una cosa que me contáis turbia? Que hable uno solo.

SASTRE.- Yo soy el acusado.

SANCHO.- Pues pasad vos a este lado; quedaos vos a ese otro. Y hábleme el acusado por este oído. que el otro lo necesito para el que hable después.

(Se inclina a un lado haciendo caracola con la mano en la oreja correspondiente.)

 SASTRE.- Yo, señor, soy sastre, que por mala fama que tenga es oficio tan de bien como otro cualquiera. Estando ayer en mi tienda llegó este labrador, me entregó dos cuartas de paño y me preguntó: «¿Habrá bastante con este paño para hacer una caperuza?» Yo, tanteando el paño, díjele que sí. Pero como los sastres tenemos esa maldita fama de quedamos con una parte del paño como maquila, el hombre volvió a preguntar: «Diga. ¿y no habría bastante para hacer dos en lugar de una?» Yo le comprendí la intención, pero como nada se había hablado del tamaño, respondí que también. Entonces el muy zorro volvió a quedarse pensando y tomó a preguntar: «¿Y no podrían salir tres?» «Sí. como poder. también pueden salir tres.» En fin, por no cansar, que él siguió añadiendo caperuzas y yo añadiendo síes, hasta que llegamos a cinco. Con esto ya le pareció bastante y quedamos en que yo le haría cinco caperuzas. Ahora, al entregárselas, pone el grito en el cielo, y no sólo no me quiere pagar la hechura, sino que pretende que yo le pague o le devuelva su paño. Eso es todo.

SANCHO.-(Cambiando ostensiblemente de mano y de oreja.) ¿Es así. hermano?

LABRADOR.- Así es.

SANCHO.- ¿Es verdad que vos le encargasteis las cinco caperuzas?

LABRADOR.- Verdad.

SANCHO.- ¿Y es verdad que él las hizo con el paño que le disteis y no con otro?

LABRADOR.- Verdad también. Pero él nada me advirtió del tamaño. ¿Y sabe su señoría lo que ha hecho? ¡Muestra, muéstralas a la Justicia!

SAsTRE.- (Sacando la mano de debajo del ferreruelo con una caperucita roja en cada dedo.) Aquí están las cinco, una por una, y juro a Dios que nada me sobró del paño, y que están cortadas y cosidas con todas las de la ley.

LABRADOR.- ¿No es un escarnio, señor gobernador?

SASTRE.- Considere que él nada me dijo del tamaño. Pues ¿qué creía este bribón que puede hacerse con dos cuartas «adminículas» de paño?

SANCHO.- ¡Basta ya! El pleito está bien claro y aquí no han de ser menester más leyes que juzgar a juicio de buen varón. Ninguno de los dos tiene razón porque los dos habéis obrado de mala fe. Por lo tanto, que pierda el labrador el paño, y el sastre que pierda su trabajo. Quédense aquí las caperuzas para enseñanza de pleiteantes.  Y lárguense los dos con viento fresco, que no están los gobiernos para perder su tiempo con pleitos menudos de truhanes y maliciosos. ¡Largo ahora mismo! (Levanta la vara amenazando. Los dos litigantes corren atropellándose.) ¿Queda algún otro?

DOCTOR.- Estos dos ancianos, con pleito de dineros.

(Se adelantan los dos.)

SANCHO.- Que hable el demandante.

VIEJO SIN BÁCULO.- Es el caso, señor, que este vecino mío me pidió prestados hace tiempo diez escudos. Díselos con la mejor voluntad y tardé todo lo que pude en recordárselos por no ponerle al devolvérmelos en mayor necesidad de la que tenía al pedírmelos. Ahora los necesito, y me niega la deuda diciendo que ya me los devolvió y que no me acuerdo.

SANCHO.- ¿Tenéis pruebas, buen viejo?

VIEJO SIN BÁCULO.- Ahí está lo malo: que como le tenía por honrado, le entregué los escudos sin firma ni testigos.

SANCHO.-(Al MAYORDOMO.) ¿Es conocido en la ínsula el demandado como hombre de opinión y de creencia?

MAYORDOMO.- Los dos lo son, señor. De ninguno de ellos se sabe que haya faltado nunca a su palabra.

SANCHO.- ¿Qué queréis que haga yo entonces, hermano? Si él se empeña en que sí y vos en que no bajo palabra, nada vamos a sacar en limpio. VIEJO SIN BÁCULO.- Sólo pido a vuestra señoría que le tome juramento público y solemne. Téngolo por hombre de fe y no le creo capaz de falso juramento..

SANCHO.- Sea como queréis. (Se pone de pie y muestra un crucifijo.) ¿Estáis dispuesto a jurar delante de la Santa Cruz?

VIEJO CON BÁCULO.- Dispuesto estoy. Tenme este báculo un momento, vecino. (Entrega el báculo a su compañero, avanza y pone la mano sobre la Cruz.¿ Yo confieso ante Dios que este buen amigo, me prestó  los diez escudos de oro. Y juro por la salvación  de mi alma que se los he devuelto, poniéndolos con mi propia mano, en su propia mano, solemne y públicamente. ¡Que el Cielo me condene si miento!

SANCHO.- Hecho está el juramento. ¿Puedo hacer algo más por vos? .

VIEJO SIN BÁCULO.- Nada, señor. Por encima de todo es cristiano viejo y no va a condenar su alma por diez escudos. No hay duda de que él tiene la razón. Toma, tu báculo, hermano, y quede saldada la deuda para aquí y para delante de Dios.

VIEJO CON BÁCULO.- Así sea. (Recoge el báculo.) (Puedo retirarme, señor?

 SANCHO.- Aguarda un poco. (Medita perplejo con el índice sobre la nariz. Rumia en voz alta las palabras del VIEJO, con un rebrillo sagaz en los ojos.) ¿De manera que se los habéis devuelto... con vuestra propia mano... en su propia mano... solemne y públicamente?

VIEJO CON BÁCULO.- Así fue.

SANCHO.-¿ Y tanto os estorbaba ese báculo que no habéis podido jurar con él? A ver, dádmelo acá. ¡Pronto!

VIEJO CON BÁCULO.- ¿Por qué, señor?

SANCHO.- Porque algo me huele aquí a gato encerrado. Y a fe mía que si lo hay, es dentro de este báculo donde debe de estar. (Lo examina buscando algo. Por fin destornilla el puño y vuelca sobre una bandeja. que acerca el MAYORDOMO, el báculo hueco, de donde salen las diez monedas.) ¡Ajá! ¿No lo dije? Aquí está el gato. (Exclamaciones de asombro.) Tomad vuestros escudos, buen hombre. Y condénese a ese otro por falsedad pública; que el que sólo dice la mitad de la verdad es igual que el que miente. Rematado el pleito.

MAYORDOMO.- ¿Qué os parece de esto, señores?

CRONISTA.- ¡Viva mil años nuestro gobernador!

PUEBLO.- ¡Viva !

SANCHO.- Déjense de gritos, y si real y verdadera mente quieren que viva, denme algo de comer, que no soy de piedra-mármol y me estoy cayendo de necesidad.

MAYORDOMO.-¡ Hola ! Tráigase aquí la mesa del señor gobernador, y retírese el pueblo. (Salen baratarios y litigantes comentando el suceso. Mientras los pajes traen una mesa rica de platos. cubiertos y manteles. el MAYORDOMO se acerca a SANCHO, que deja su vara y desciende a terreno llano.) Confieso que no salgo de mi pasmo. ¿Cómo pudisteis descubrir una industria tan sutil?

SANCHO.- Bah, no tiene ningún mérito. Venirme a mi con malicias es como echar agua a la mar. A más que el cura de mi aldea me contó una vez un caso parecido; y tengo tal memoria, que a no olvidárseme todo lo que quiero recordar, no habría en esta ínsula memoria como la mía. (Se acerca un PAJE, ofreciendo. rodilla en tierra,el aguamanos.) ¿Qué diablos es esto?

PAJE PRIMERO.- EI aguamanil. señor, para daros agua a las manos antes de la comida.

SANCHO.- Nunca tal hice yo; pero pase, si es costumbre insular. (Se lava las puntas de los dedos.) Y aun me daré con un canto en los pechos si no es más que ésta el agua que los gobernadores han de sufrir en la comida. (Se sienta a la mesa. El otro PAJE acude a ponerle un babador randado.) ¿Babadores también? Nunca imaginé que fuera tan dificultoso esto de empezar a comer en los palacios. (El DOCTOR se cala sus antiparras y en silencio solemne le contempla palmo a palmo. Pasa tras él y le mira del otro lado. Le toma el pulso. le examina la lengua.) ¿Qué demonios miráis vos?

DOCTOR.- A vos miro, Señor, para saber por vuestra figura qué cosa convendrá mejor a vuestro estómago. Que soy el médico de este gobierno y nada puedo permitiros tomar que sea en daño de vuestra preciosa salud. ¡Sirvanle de esa fruta al señor gobernador! (Sirve un PAJE. SANCHO toma del bien abastecido frutero un gran racimo. A la segunda uva. el DOCTOR golpea sonoramente con su varilla en el cristal.) ¡Basta!

SANCHO.- ¿Cómo que basta si aún no había empezado?

DOCTOR.- La fruta es peligrosa por ser demasiadamente húmeda, y así es bien no usar de ella sino al principio de las comidas, como refrescante y sólo para mojar los labios. ¡Entren esas perdices estofadas!

SANCHO.- ¿Perdices tenemos? Vengan en buen hora, que ellas me aliviarán mejor que fruta ninguna.

(Destapa el plato y aspira con fruición el vaho. Aparta todos los cubiertos y toma a dedo un muslo. En cuanto le hinca el diente vuelve a oírse la varilla fatal.)

DOCTOR- ¡Basta!

SANCHO.- ¿Otra vez?

DOCTOR.- Manjar es éste del que se ha de usar con tiento. Porque ya nuestro maestro Hipócrates, luz y norte de la medicina, dijo en un aforismo (leyendo en un infolio): «Omnis saturatio mala; perdicis autem péssima.» Que quiere decir: «Toda hartura es mala. pero la de perdices, malísima.» ¡Retírese pronto ese peligro! ¿Qué plato es ese otro?

PAJE.- Conejo guisado.

DOCTOR.-Fuera ese guiso también, que el conejo es manjar «peliagudo» y demasiadamente montaraz para estómagos delicados.

SANCHO.- ¿Delicado el mío? Paso a paso señor doctor, que más miedo tengo yo a la hambre que no a la hartura. No me venga con melindres, que más quiero asno que me lleve que no caballo que me despeñe. Y más, que siempre he oído decir que no hay estómago que sea un palmo mayor que otro. Y si el estómago es fuerte no hay piedra que lo reviente; y si no, no hay Ciencia  que valga: que lo que es bueno para el bazo es malo para el espinazo. Conque quíteseme de delante y tengamos la. fiesta en paz, que de la panza sale la danza. ¡Daca ese vino, muchacho!

(El PAJE sirve una Copa. El DOCTOR se interpone.)

DOCTOR.- ¿Vino decís? No en mis días, que el vino anubla el cerebro, altera los pulsos y desata los malos humores del organismo. ¡Libre Dios del vino a nuestro gobernador!

(El PAJE vuelve el vino al ánfora.)

SANCHO.- ¿Esto más?

DOCTOR.- Así lo dijo Hipócrates. Un sabio, señor.

SANCHO.-¿ Y era tonto el que dijo que «ajo crudo y vino puro pasan el puerto seguro»? ¿Que «el pan, el vino y la carne hacen buena sangre»? ¿Que «al buen comer, tres veces beber»? ¿Y que «al catarro, dale con el Jarro»? ¡Éstos, éstos son los sabios que yo quiero y no los doctores como vos que, de tanto cuidarme, me acabarán la vida! (Una fila de reposteros, marmitones y pinches, con pasos concordados de bailete, va desfilando con platos y fuentes incitantes. El DOCTOR husmea y los va rechazando con un golpe de varilla. La fila da vuelta a la mesa, ante las narices de SANCHO, y regresa virgen a la cocina.) ¿Qué plato es ése, galopín?

GALOPÍN.- Salpicón de vaca con nabos y cebollas.

 SANCHO.- ¿Cebollas has dicho? ¡Santa palabra querida!

DOCTOR.- ¡Fuera de aquí tal villanía! ¿Y ese otro?

MARMITÓN.- Ternera en adobo.

DOCTOR.- ¿Caliente y con especias? Funesto enemigo del «húmedo radical» en que consiste la vida. ¡Vade retro ese adobo! ¡Y ese plato también! ¡Y el siguiente con él! ¿Postre habemus?

MARMITÓN.- Menestra de cabra.

DOCTOR.- ¡Absit! Vuelva esa cabra al monte sin mancillar nuestros manteles. ¿Queda algo más?

PAJE PRIMERo.- Olla podrida, señor.

SANcHo.- ¡Loado sea Dios! Ahora nadie podrá decir que no; que por la diversidad de cosas que en las tales ollas podridas hay, no dejaré de topar con alguna que me sea de gusto y de provecho.

DOCTOR.- Vaya lejos de nosotros tan mal pensamiento. Allá las ollas podridas para los canónigos, para los rectores de colegios y las bodas de labradores; y déjennos libres las mesas de los palacios donde ha de asistir todo primor y todo atildamiento. ¡Retírese esa olla en seguida!

SANCHO.- Entonces, ¿queréis decirme, ilustrísimo señor doctor, qué es lo que yo puedo comer?

DOCTOR.- Ahora, después de esa fruta y esos vahos de perdiz que habéis tomado, bien será que terminéis con un gran vaso de agua y una tajadica sutil de carne de membrillo, que os ayude a una buena digestión.

SANCHO.-(Se respalda y lo mira de hito en hito, conteniendo su enojo.) Prudentísimo consejo. ¿Cómo os llamáis vos?

DOCTOR.- Yo, señor gobernador, me llamo el doctor don Pedro Recio de Agüero, y soy natural de un lugar llamado Tirteafuera, que está entre Caracuel y Almodóvar del Campo, a la mano derecha, y tengo el grado de doctor por la Universidad de Osuna.

 SANCHO.- (Arrastrando cada frase entre los dientes.) Pues señor don Pedro Recio de mal agüero.... natural de Tirteafuera.... graduado en Osuna.... ¡quíteseme ahora mismo de delante, o si no, voto al sol que tome un garrote y a garrotazos, empezando por vos, no deje médico sano en toda esta ínsula! (Se levanta rojo de cólera empuñando la vara judicial.) ¡Fuera de aquí. enemigo de la salud. verdugo de la República! ¡Fuera!

MAYORDOMO Y CRONISTA.- ¡Téngase. señor.... téngase!

(El DOCTOR huye, perdida su solemnidad ante la vara. El MAYORDOMO Y CRONISTA calman y detienen a SANCHO.)

SANCHO.- Y ahora, señor mayordomo, vea si hay manera de que yo coma algo a modo. Y si no, tómense su gobierno; que oficio que no da de comer. cargue el diablo con él.

MAYORDOMO.- No desespere su señoría. Yo daré órdenes terminantes para que mañana no vuelva a ocurrir esto.

SANCHO.- Para hoy las necesitaba yo: que el hoy ya está aquí, y el mañana aún no lo vi. ¿No podía ser que volvieran a traerme de aquellas perdices?

MAYORDOMO.- Imposible sin licencia del médico. Y menos de esos manjares. que bien pudiera ser que por manejos de algún enemigo vuestro estuvieran envenenados.

SANCHO.- ¡Hola! ¿Venenicos también? Por Dios que, según se me va trasluciendo, no es tan gustoso oficio este de gobernar como yo imaginaba.

MAYORDOMO.- A la noche tomaréis una libra de uvas, que no es manjar de peligro. Y ahora, muchachos. álcense esos manteles; y tomad otra vez la vara. que no han de faltar pleitos en el día.

(Retiran la mesa los PAJES. El CRONISTA, que habrá salido durante la escena anterior, vuelve con un MANCEBO al que dos guardias sujetan por las mangas. SANCHO ocupa, mal resignado, su sillón. Los guardias quedan nuevamente en el umbral.)

 

CRONISTA.- Aquí está el primero.

SANCHO.- ¿Qué pleito trae ese mozo?

CRONISTA. - Nada sabemos todavía. Según me dicen se tropezó en esa callejuela con la ronda y, nada más verla. echó a correr como un gamo. Luego si corría de la justicia, señal que debe de ser un delincuente.

SANCHO.- Suéltenlo y veamos. ¿Qué delito es el tuyo, mancebo?

GRACIOSO.- Ninguno, señor.

SANCHO.- ¿Por qué corrías entonces de la justicia?

GRACIOSO.- Para evitar preguntas, que hacen demasiadas.

SANCHO.- ¿Cómo te llamas?

GRACIOSO.- Yo no me llamo. Me llaman.

SANCHO.- Ah, ¿graciosico me sois? ¡Pues a fe que tengo yo hoy el cuerpo para gracias! Cuidado, mancebo, que a veces el que va por lana.... ya me entiendes. Conque más respeto y responde discretamente a lo que te pregunten. ¿Adónde ibas cuando te topó la justicia?

GRACIOSO.- A tomar el aire.

SANCHO.- Muy bien. ¿Y dónde se toma el aire en esta ínsula?

GRACIOSO.- Como en las otras: donde sopla.

SANCHO.- ¿Burletas a mí? Pues mira, hijo, hazte cuenta que yo soy el aire, y que te soplo en popa, y que te encamino a la cárcel ahora mismo. ¡Hola. guardias! Llevadle a que duerma esta noche en el calabozo.

GRACIOSO.- ¿A mí? Por Dios que así me hará vuestra merced dormir hoy en la cárcel como hacerme emperador de las Indias.

SANCHO.- Pues qué, ¿no tengo yo poder para prenderte?

GRACIOSO.- Para prenderme. sí. Para hacerme dormir hoy en la cárcel, ni vuestra merced ni veinte gobernadores juntos.

SANCHO.- Pues dime, maldito: ¿tienes algún ángel que te saque y te libre de los grillos que te pienso mandar echar?

GRACIOSO.- Vengamos a razones. señor gobernador: por más que me mandéis llevar a la cárcel. y que me metan en un calabozo con grillos y cadenas.... como yo me empeñe en no pegar pestaña, ¿será vuestra merced bastante para hacerme dormir si yo no quiero?

SANCHO.- No está mal. Discreto eres, mancebo. Anda con Dios, que no quiero yo quitarte el sueño. Pero para otra vez no te burles con la justicia, no sea que topes con alguna que te dé con la burla en los cascos. Y puesto que tienes ingenio, guárdalo para cuando haga falta y no lo gastes inútilmente. Que a todo hay quien gane... y en todas partes cada semana tiene su martes.

GRACIOSO.- Bésoos las manos, señor gobernador.

(Sale silbando tranquilamente entre los guardias. óyense fuera gritos y llantos desaforados.)

SANCHO.- ¿Qué griterío es ése? Mujer ha de ser para tanto ruido.

(Entran una mujer desmelenada con aspecto de buscona y el GANADERO.)

BUSCONA.- ¡Justicia, señor gobernador, justicia! Si no la hallo en la tierra, tendré que pedirla al cielo. ¡Justicia contra este infame!

SANCHO.- Justicia habrá para todos mientras yo tenga esta vara. Pero hablad más bajo, que si no, no oigo. ¿Qué pleito es el vuestro?

BUSCONA.- ¡Ay, señor gobernador de mi ánimal ¡Ay, desdichada de mí! ¿Cuándo se vio en esta ínsula semejante injuria a una doncella?

SANCHO.-  Paso a paso, señora, que no es más fuerte la razón porque se diga a gritos. Quedaos a este lado; pasad vos al otro. buen hombre. Ahora habladme por este oído; y no me lloréis más, que en cojera de perro y llanto de mujer nunca hay que creer. ¿Cuál es vuestra queja?

BUSCONA.- Mire si es desafuero, señor gobernador. Yo soy una honesta doncella, limpia hasta hoy de moros y cristianos, dura con los galanes como un alcornoque y entera entre ellos como la salamanquesa en el fuego. Este mal hombre topó conmigo a solas en mitad de ese campo, y abusando de mi soledad y desamparo, se aprovechó de mi cuerpo como de trapo tendido, arrebatándome por la fuerza lo que desde hace veintitrés años tenia tan guardado. ¡Vea vuestra merced si tengo razón para clamar al cielo y pedir justicia a gritos! (Llora desesperadamente.) SANCHO.- ¿Habéis terminado? Veamos ahora. (Cambia de oído.) ¿Qué respondéis vos a la querella de esta mujer?

GANADERO.- Digo, señor, que una partee es verdad y otra mentira, y que no tiene razón contra mi. Yo soy un pobre tratante de ganado de cerda. Esta mañana llegué al lugar a vender -con perdón sea dicho- cuatro cochinos; que por cierto me llevaron de impuestos y alcabalas casi lo que valían. Volvíame a mi aldea, topé de paso a esta mujer. Y yo mozo..., ella bien parecida..., el camino sin gente... En fin, señor gobernador...

SANCHO.- Entendido: que el hombre es fuego y la mujer estopa, y luego viene el diablo y sopla. Adelante.

GANADERO.- Pues, en efecto: que yo la miré.... que ella me miró..., y vino el diablo y... (Sopla fuerte y largo.) Pero juro por mi alma, señor gobernador, que yo no le hice fuerza ninguna; que todo fue de buena voluntad y con su pago, y que hasta me aceptó como regalo unos zarcillos de plata. De modo que ésta es la única verdad. y todo lo demás superchería.

BUSCONA.- ¡Habráse visto desvergüenza! ¡Injuria sobre injuria! Pobres doncellas desvalidas, ¿qué será de nosotras si la vara de la justicia no nos socorre? (Llora a gritos y manantiales.)

SANCHO.- ¡Silencio ya! Basta de palabras y de gemidicos. (Queda meditando. Pausa.)

CRONISTA.- ¿Cuál es vuestra sentencia?

SANCHO.- Difícil negocio es éste. Veamos, buen hombre, ¿lleváis algún dinero encima?

GANADERO.- Veinte ducados de plata en esta bolsa. Son toda mi fortuna.

SANCHO.- Traed acá. Y vos, buena mujer, ¿os conformaríais con estos veinte ducados como pago por el mal que este hombre os ha hecho?

BuSCONA.-(Radiante.) ¡Veinte ducados de plata! Oh, gracias, señor gobernador. Dios os premie por la justicia que me hacéis. Dios aumente esa vida que así defiende a los menesterosos y guarda la virtud de las doncellas, ¡Gracias mil veces, señor gobernador! (Sale con grandes reverencias.)

 MAYORDOMO.- Paréceme, señor, que esta vez no os han guiado el pulso y el ingenio que en los otros juicios pusisteis. Pronto os ablandaron lágrimas de mujer.

SANCHO.- Callad y no juzguéis nunca hasta el fin, que este pleito no ha hecho más que empezar. Ahora sabremos la verdad. Buen hombre, ¿habéis oído mi sentencia.

GANADERO.- Por mi mal la oí, que aquella bolsa era toda mi riqueza y el pan de mi casa.

SANCHO.- Pues bien, corred detrás de esa mujer, quitadle la bolsa y volved acá con ella.

GANADERO.- ¿Quitarle la bolsa?

SANCHO.- Y ahora mismo. ¿O necesitas que te lo diga otra vez?

GANADERO.- Pierda cuidado, que ni a tonto ni a sordo  se lo ha dicho. (Corre tras ella.) ¡Eh. buena mujer! ¡Alto en nombre de la ley! ¡Alto!

MAYORDOMO.- ¿Cómo, señor, ¿ahora os volvéis atrás?

SANCHO.- Silencio, que yo me entiendo, y a perro viejo no hay tus-tus. Lo que sea no ha de tardar en sonar.

(Oyese fuera la voz de la mujer, clamando.)

 MUJER.-jJusticia de Dios y del mundo! ¡Al ladrón. al ladrón! (Entra con el GANADERO, ambos aferrados a la bolsa que disputan hasta que vence la mujer, cayendo el GANADERO medio derribado.) ¡Mire la poca vergüenza y el poco temor de este desalmado, que en vuestro palacio mismo me ha querido quitar la bolsa que vuestra justicia mandó darme!

SANCHO.- Pero ¿os la ha quitado?

MUJER.- ¿Quitar? Primero me dejaría yo arrancar la vida. ¡Pues bonita es la niña! Tenazas y martillos, mazos y escoplos, no serían bastante a sacármela de entre las uñas. ¡Antes me sacarían el alma de en mitad de las carnes!

SANCHO.- Así se hace, valiente mujer. Venga acá esa bolsa.

MUJER.- Pero señor gobernador...

SANCHO.- ¡Venga he dicho! (La toma.) ¿De dónde habéis sacado tantas fuerzas, hermana? Yo os juro que si el mismo aliento y valor que habéis mostrado ahora para defender esta bolsa lo hubierais mostrado antes para defender vuestra honra, no habría fuerza en la tierra que pudiera contra vos. (Levantándose y alzando la vara, amenazador.) Andad enhoramala. embustera, yl no me paréis en toda esta ínsula so pena de doscientos azotes. ¡Largo! (Sale la mujer sollozando protestas.) Y vos. buen hombre, tomad vuestros ducados y volveos a casa sin parar con nadie en el camino. Y llevad entendido que una buena mujer no se paga con todo el oro del mundo, pero de las otras líbrenos Dios. Que bien dice el refrán: que una buena cabra, una buena mula y una mala mujer, son tres malas bestias. Conque mucho ojo, y que no os vuelva a soplar el diablo.

 GANADERO.- Dios os lo premie, señor gobernador.

(Sale. Se oye fuera un redoble y un toque de clarín.)

SANCHO.- ¿Trompeticas ahora? ¿Qué quiere decir esa señal?

CRONISTA.-Una de dos: o son noticias importantes o los centinelas han avistado los bajeles moriscos y es un alerta de guerra.

SANCHO.-(Deja la vara y baja del estrado.) ¿Guerra y bajeles mariscos?

MAYORDOMO.- Son nuestros enemigos jurados. y siempre hemos de vivir con este sobresalto. bajo amenaza de invasión.

SANCHO.-Linda noticia para terminar la digestión. Y dígame, hermano: cuando los enemigos entran en una ínsula, ¿qué hacen los gobernadores?

MAYORDOMO.- Salir al frente de las tropas. Que es privilegio de su cargo toda la gloria del triunfo o el honor de morir los primeros en la batalla. (Volviéndose al PAJE que aparece conun pliego.) ¿Son enemigos o noticias?

PAJE. - Un correo urgente del señor duque.

SANCHO.- Menos mal. Vea vuestra merced de qué se trata.

MAYORDOMO.-( Leyendo el sobrescrito.) «A don Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria, en su propia mano o en las de su secretario.»

SANCHO.- ¿Y quién es aquí mi secretario?

CRONISTA.- Yo, señor, porque sé leer y escribir y además soy vizcaíno.

SANCHO.- Con esa añadidura bien podríais ser secretario del mismo emperador. Abrid luego ese pliego y sepamos qué dice.

CRONISTA.-«A mi noticia ha llegado, señor don Sancho Panza, que los eternos enemigos de esa ínsula piensan darle un asalto furioso no sé qué noche de éstas. Estad alerta y no descanséis. no sea que os sorprendan a

oscuras y acostado. Sé también por espías verdaderos que han entrado en ese lugar cuatro personas disfrazadas para quitaras la vida. Ojo avizor: no os fiéis de nadie que se os acerque y no comáis ningún manjar de cocina, sospechosos todos de veneno. En vuestro valor y en vuestra discreción confío para la salvación de la ínsula. Deste lugar,  a veintiséis de julio. Vuestro amigo: El duque.»

MAYORDOMO.- Graves son las noticias. ¿Qué dice su señoría?

SANCHO.- (Después de una pausa, con una tranquila tristeza.) Digo, señores, que si así es el oficio de gobernar, no es el hijo de mi madre el que nació para esto. (Comienza a despojarse de sus insignias.) Si he de mandar ejércitos y velar sobre las armas, y sentenciar pleitos a todas horas para que la una parte se vaya contenta y la otra me saque el pellejo, y vivir con el temor de que me maten enemigos a los que nunca ofendí, y no comer ni beber vino como manda ese médico verdugo.... si todo eso es gobernar, quédense aquí mis llaves y mis galas, y tómelas el que quiera. A mi trabajo y a mi tierra me vuelvo; que más quiero vivir entre mantas que no morir entre holandas. Devuélvanme mi pollino, mi único amigo fiel,  del que no pienso volver a separarme más. Y si algo merezco por lo que hice, sólo pido a vuestras mercedes que me den medio pan y medio queso, que yo comeré de camino a la sombra de una encina mejor que comí en palacio entre manteles brocados. (Al público.) y a vosotros, ciudadanos de esta ínsula Barataria, adiós. Si no os hice mucho bien, tampoco quise haceros mal. Nadie murmure de mí, que fui gobernador y salgo con las manos limpias. Desnudo naci, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano. Adiós, señores.

 

TELÓN

 

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ENTREMÉS DEL MANCEBO QUE CASÓ CON MUJER BRAVA

SEGÚN EL "EXEMPLO" XXXV DE EL CONDE LUCANOR.

PERSONAJES

Patronio

El Mancebo

El Padre del Mancebo

La Moza

El Padre de la Moza

 La Madre de la Moza Músicos y danzantes.

PRÓLOGO

(Sale PATRONIO ante la cortina y habla al pueblo.)

 PATRONIO.- Abora escuchad, señores, si os queréis divertir con un antiguo cuento. Y sabed que yo soy Patronio, criado y consejero del muy ilustre conde Lucanor, el cual ha por costumbre consultarme en cuantas dudas le acaecen. Y es la duda esta vez que a un su criado le tratan casamiento con una moza muy más rica que él y de más alto linaje; y siendo así que el casamiento es bueno, no se atreve a llevado adelante por un recelo que tiene. Y es el recelo que la tal moza es la más fuerte y la más brava cosa que hay en el mundo, y tan áspera de genio que, a buen seguro, no habrá marido que con ella pueda. Por eso yo, Patronio, consejero fiel, quiero sacar  al teatro este cuento que viene aquí como de molde, para que a vos y a mi amo sirva de ejemplo. Y es La historia del mancebo que casó con mujer brava, y del arte que se dio para dominada desde el punto y hora en que se casaron.

   Escuchad la historia, que escrita está en un famoso libro, primero de los libros de cuentos que por estas tierras de España se escribieron. Y vaya el gozo y la reflexión que os cause, a la mayor gloria de su autor, el infante don Juan Manuel, que hace seiscientos años fue en Castilla cortesano discreto. poeta de cantares y autor de libros de caza y de sabiduría.

(Retírase PATRONIO y suben al tablado el MANCEBO y el PADRE del  MANCEBO.)

ESCENA PRIMERA

PADRE.-Dígote, hijo mío, que lo pienses mejor antes que a esa puerta llame. Que la tal moza es muy más rica que nosotros y de más alto linaje; y malo es que la mujer aventaje en prendas y fortuna a su marido.

MANCEBO.-Cierto es, Pero pensad también, padre. que siendo vos pobre, nada tenéis que me dar para vivir a mi honra. Y siendo esto así, si no me concertáis el casamiento que os pido, forzado me veré a hacer vida menguada o a irme de estas tierras en busca de mejor ventura.

PADRE.-Mucho me maravilla tu intento y osadía. Tanto más cuanto que en todo sois diferentes. Tú eres pobre y ella es rica. Más tierras tiene de las que tú podrías andar a caballo en todo un día, aun yendo al trote.

MANCEBO.-No reparéis en eso; que si ella tiene fortuna. yo se la aumentaré con mi esfuerzo. Y si sus tierras son tantas que no se pueden andar en todo un día. aun yendo al trote, ¡yo se las andaré al galope!

PADRE.-Más hay, y es que cuanto tú tienes de buenas maneras, otro tanto las tiene esa moza de malas y enrevesadas.

MANCEBO.-A eso os respondo, padre, que no hay mula falsa donde hay buen jinete, y que yo sabré tenerle fuerte la rienda desde el principio

PADRE.- Mira, mancebo. que nunca su padre la pudo dominar. Y que tal genio tiene la condenada que no habrá. fuera de ti, hombre en el mundo que quisiere casar con semejante diablo.

MANCEBO.-Llamad a esa puerta, padre. La moza es brava, pero brava y todo es de mi gusto. Y si su padre nos la concede, yo sabré cómo se han de pasar las cosas en mi casa desde el primer día. Llamad sin miedo.

PADRE.-Puesto que tú lo quieres, sea. No dirás luego que no te advertí con tiempo. Pidamos ahora la moza. Y quiera el cielo que no nos la concedan. ¡Ah de la casa!

(Llama con su cayado y descórrese la cortina mostrando la casa de la MOZA. Está solo el PADRE. ocupado en seleccionar unas semillas.)

ESCENA SEGUNDA

 

PADRE RICO.-Dichosos los ojos. señor vecino. ¿Qué cosa os trae a mis puertas?

PADRE POBRE.-Esto es. señor y amigo. un ruego que vengo a haceros para este hijo mío.

PADRE RICO.- Sepa yo qué es ello.

PADRE POBRE.-VOS. amigo y señor, tenéis una sola hija...

PADRE RICO.- Una sola, cierto; pero así me pesa como si fueran doscientas.

PADRE POBRE.- Y yo sólo tengo este hijo. Antaño, cuando los dos éramos pobres, juntamos nuestra amistad. Hoy vengo a rogaras. si así os cumple, que juntemos también nuestros hijos.

PADRE RICO.-(Aparta su quehacer y se levanta pasmado.) ¿Cómo es eso. vecino? ¿De casamiento os atrevéis a venir a hablarme?

PADRE POBRE.-Ya le advertí al mancebo de vuestra riqueza y de nuestra humildad. Pero él se empeña...

PADRE RICO.-(Avanza hacia el mancebo, que retrocede perplejo.) ¿Que este mozo quiere casar con mi hija? ¿No me engañan los oídos?

MANCEBO.-Ésa es nuestra súplica. Si lo tenéis a bien.

PADRE RICO.-¡Y cómo si lo tengo a bien! ¡Dios te bendiga, muchacho, y qué peso vienes a quitarme de encima. (Lo abraza.)

PADRE POBRE.-Luego... ¿nos la concedéis?

PADRE RICO.-Lograda está la moza y nunca oí tal, que hombre alguno quisiera casar con ella y sacármela de casa. Pero por Dios que yo seria bien falso amigo si antes no os advirtiera lo que cumple en este trance. Que amigos somos y vos tenéis muy buen hijo, y sería gran maldad consentir en su desgracia. Porque habéis de saber que así es de áspera y brava mi hija igual que una tarasca.. Y si el mancebo llegara a casar con ella, más le valdrá la muerte que no la vida.

PADRE POBRE.-Tate, tate, señor. no tengáis de eso recelo, que el casamiento es a su sabor. Que el mancebo bien sabe de qué condición es ella. Y con todas sus prendas, la quiere.

PADRE RlCO.-Siendo así, no se hable más. Ya te la doy de muy buen grado, hijo mío. ¡Y que el cielo te saque con bien de este negocio! (Oyese dentro griterío de riña y estrépito de platos que se rompen.) No se espanten: es la moza que está discutiendo amigablemente con su madre. (Llama a voces.) ¡Hola, muchacha! ¡Señora! Salid acá que hay grandes nuevas.

(Salen MADRE y MOZA muy airadas disputándose un paño, del que tiran ambas.) MADRE.- ¡Suelta digo! ¡Suelta!

MOZA.- ¿Con las uñas y a tiras ha de ser, que es mío, mío y mío!

 PADRE RICO.-Mas ¿qué es esto, señora? ¡Hija indomable! ¿Así os presentáis? ¿No veis que huéspedes tenemos?

MOZA.-(Desabrida, mirándolos de hito en hito.) ¿Y qué huéspedes son éstos, ni por qué han de importamos?

PADRE RICO.-Este mancebo, hija mía, es tu marido.

MOZA.-¿Mi marido? ¿Esto?... (Hace él una reverencia y ella ríe.) Gracias por el regalo. ¿No me pudiste encontrar cosa mejor en la feria, padre?

MADRE.-Espantárame yo, marido, si algo hicierais con seso. Pues qué, ¿con el más desharrapado de la villa había de estrellarse nuestra hija?

PADRE RICO.-Callad por una vez, señora, y no repliquéis más. Es mi voluntad y ya está hecho. Mañana será la boda.

MADRE.-(Furiosa.) ¡Vuestra voluntad, vuestra voluntad! ¿Y qué voluntad es la vuestra, bragazas? ¡Ay mi hija, mi pobre hija!...

PADRE RlCO.-(Rejugiando su confidencia junto al vecino.) También la madre es buena, amigo. ¡Pero a ésa ya no hay quien me la saque de casa!

(Córrese la cortina y vuelve PATRONIO.)

 

ESCENA TERCERA

 

PATRONIO.-Ya veis aquí, señores, cómo principia el cuento. Pronto hemos de ver cómo se adoba y acaba. Fuerte es la moza y bien tajado el mancebo. Lo que sea de su casamiento y fortuna, ahora lo sabréis. Yo voime a retirar, que el cortejo llega, y sólo salí para advertiros esta razón: que el casamiento se hizo y ya traen la novia a casa de su marido.

(Saluda al cortejo de bodas que viene por la platea y sale: El cortejo sube al tablado. Vienen dulzainas, tamboriles  y panderos. Luego, el PADRE RICO Y la MADRE, detrás: los novios y parejas de mozos y mozas coronados de guirnaldas. Trenzan una danza de cintas y figuras.  Cuando el baile termina, entre relinchos  y gritos, el PADRE RICO toma a la MOZA de la mano y la aparta a un rincón

PADRE RICO.- Casada  sois, hija mía; oídme ahora un consejo: obedeced y servid a vuestro marido, que más sosiego hay en obedecer que no en mandar.

MADRE.- (Tomando a la MOZA de la mano y llevándola al otro. extremo.).- Casada sois, hija mía; oídme ahora un consejo: no os dejéis ablandar ni por buenas ni por malas; que al que lame las manos, a ése danle los palos.

PADRE RICO-Ea, señores, retírese ya el cortejo y déjese a los novios en su soledad hasta otro día.

(Hacen la despedida, entre risas y abrazos. y salen todos cantando: El MANCEBO descorre la cortina y entra con la novia en su casa. Está puesta la mesa y sobre ella un candelabro encendido. Al fondo, por una ventana, se ve la cabeza del caballo rumiando en el pesebre. Mientras la MOZA se quita sus galas y guirnaldas se oye el canto del cortejo alejándose.)

 

ESCENA CUARTA

 

MANCEBO.-Digo, mujer, que no se cumple con nosotros la costumbre de esta tierra, que es la de adobar cena y mesa a los novios sin que nada falte.

MOZA.-Pues qué, ¿no veis ahí todo?

MANCEBO.-No veo que hayan dispuesto el aguamanos.

MOZA.-¡Aguamanos! ¿Con esa salís, marido? Comed y callad, que bien acostumbrado estaréis, de vuestra casa a comer sin lavaros.

MANCEBO.-No tal, que siempre he sido pobre, pero limpio. ¡Lavarme quiero! (Espera. Al ver que no le atiende da un puñetazo sobre la mesa alzando la voz.) ¡Lavarme quiero! (Mira airado alrededor.) ¡Eh, tú, don perro: dame agua a las manos! (Otra pausa esperando.) ¡Cómo! ¿No oíste, perro traidor, que me des agua a las manos? ¡Ah. callas, no obedeces? ¡Pues aguarda y verás!

    (Sale furioso entre cortinas y da de cuchilladas al perro, que aúlla espantado.) MOZA.-Pero ¿qué habéis hecho, marido? ¿Al perro habéis matado? ¡Miren qué empresa de hombre!

MANCEBO.-Mandéle traer agua y no me obedeció. (Limpia su espada en el mantel y vuelve los ojos airado alrededor. Se dirige al gato, que se supone al otro lado.) ¡Eh. tú, don gato: dame agua a las manos!

MOZA.- ¿Al gato habláis, marido?

MANCEBO.-¡Cómo, don falso traidor!, ¿también tú callas? Pues qué, ¿no viste lo que fue del perro por no me obedecer? Prometo que si poco ni más conmigo porfías, lo mismo te he de hacer a ti que al perro. ¡Dame agua a las manos ahora mismo!

MOZA.-Pero marido, ¿cómo queréis que el gato entienda de aguamanos?

MANCEBO.-(Le impone silencio secamente.) ¿Qué. no te mueves todavía? ¡Ah. gato traidor!... ¡Aguarda. aguarda tú también! (Sale entre cortinas. Se oyen unos maullidos estridentes y vuelve a entrar con el gato ensartado en la espada. Lo tira contra el suelo.)

MOZA.-¡Ay, mi gato, mi pobre gato querido!... ( Lo levanta por el rabo comprobando que está muerto. El MANCEBO mira en romo cada vez más furioso. Se oye en el patio el relincho del caballo.)

MANCEBO.-Y ahora vos. don caballo. ¡Dame agua a las manos!

MOZA.-¡Eso no! ¡Teneos. marido, que perros y gatos muchos hay, pero caballos no tenéis otro que ése!

MANCEBO.- Y bien, mujer, ¿pensáis que porque no tenga otro caballo se ha de librar de mi si no me atiende? Guárdese de enojarme, o si no, ¡yo juro a Dios que tan mala muerte le he de dar a él como a los otros! (Mirándola fijamente avanza hasta ella, que retrocede comenzando a espantarse.) Y no habrá cosa viva en la casa a quien no hiciera lo mismo. ¡Ehl, ¿oíste, don caballo? ¡Dame pronto agua a las manos!

MOZA.-(Se santigua.) ¡Ánimas del Purgatorio!, ¡loco está!

MANCEBO.-¿Qué. no te mueves? ¡Pues toma tú también! ¡Toma! (Le suelta un pistoletazo. El caballo cae redondo.)

MOZA.-¡Dios nos valga, marido! ¡Muerto es el caballo!

MANCEBO.-Pues qué, ¿he de mandar yo una cosa y no se me ha de obedecer en mi casa? (Tira la silla de un puntapié. Vuelve a mirar a todos lados con furia.

Fija los ojos en ella y dice reposadamente:) Mujer....dame agua a las manos.

MOZA.-¿Agua? ¡Ahora mismo! ¿Por qué no me la pedisteis a mí antes, marido? (Corre y vuelve con aguamanil y toalla.) El agua. Aquí está el agua. Dejad. no os molestéis; yo misma os lavaré.

MANCEBO.-Bien está. Dadme ahora la cena.

MOZA.-Sí. sí, sí.... la cena... ahora mismo. Lo que mandéis. señor. Aquí está la cena. (Le sirve, prodigando sonrisas. Queda en pie mientras él cena.)

MANCEBO.-Ah,  como agradezco al cielo que hicisteis a tiempo lo que mandé. Que si no, con el enojo que tengo, otro tanto os hubiera hecho a vos como al caballo.

MOZA.-¿ Y cómo no os había de obedecer, marido? Bien sé yo que no hay gala que tan bien siente a una mujer como servir y honrar al señor de su casa. Mandadme cuanto queráis. que yo os juro...

MANCEBO.-¡Callad!

MOZA.-Sí, sí, sí, perdón.

MANCEBO.-Mala está la cena.

MOZA.-Sí, sí, si, mala está.

MANCEBO.-Que no vuelva a suceder.

MOZA.-No, no, no, no volverá. Yo misma la prepararé mañana.

MANCEBO.-Yo voime ahora a la cama.

MOZA.-Sí, sí, sí.

MANCEBO.-Y cuidad que nadie me turbe ni desasosiegue, que con la saña que tuve esta noche no sé si podré dormir. ¡Esa silla!

MOZA.-Sí, sí, sí, la silla... (Se apresura a Levantarla y ponerla en su lugar.) MANCEBO.-¡Alumbrad!

MOZA.--Sí, sí, sí.

MANCEBO.-¡Y silencio!

MOZA.-Silencio. (Le acompaña con el candelabro hasta el umbral, cediendo el paso con una reverencia. Sale el MANCEBO. Fuera se oye nuevamente la canción de bodas. La MOZA se vuelve aterrada imponiendo silencio en todas direcciones.) Eh, locos, ¿qué hacéis? ¡Callad, no turbéis a mi marido; si no, todos. todos somos aquí muertos esta noche! (Va apagándose la música lejos. Ella impone silencio hacia el público, andando en puntillas, mientras corre la cortina suavemente.) ¡Silencio! ¡Silencio todos. por Dios..., que duerme mi señor!

(Queda el teatro a oscuras un momento. Canta el gallo del alba y empieza a amanecer.)

 

ESCENA QUINTA

(Ante la cortina)

 

(Sale sigilosamente el PADRE DE LA MOZA Y escucha con la mano en la oreja.)

 

PADRE RICO.-Nada... Por mi fe que es sospechoso tanto silencio. ¿Qué habrá pasado aquí? (llama.) ¡Mi yerno!... ¡Mi yerno!... (Sale el MANCEBO.) Eh. ¿qué tal?

MANCEBO.-Ya está mansa la tarasca.

PADRE RICO.-Imposible. ¿Mansa mi hija?

MANCEBO.-Como una cordera.

PADRE RICO.-Maravilla grande es ésa. Pues ¿cómo te las pudiste arreglar para conseguir tal milagro?

MANCEBO.-Tirando fuerte de la rienda desde el principio. Mandéle traer agua al perro, y como no lo hizo, matélo a cuchilladas delante de ella. Hice luego lo mismo con el gato. Y después, con el caballo. Así que cuando le mandé traer agua a ella, hízolo volando por miedo a correr la misma suerte. Y yo os juro que, de hoy en adelante, va a ser vuestra  hija la mujer más bien mandada del mundo. Y juntos tendremos muy buena vida.

PADRE RICO.- Diablo, diablo, ralpaz.... y qué gran idea me estás dando. Si yo pudiera hacer lo mismo con la madre... ¡que también es buena!

MANCEBO.-No sé qué os diga, mi suegro, sino que nunca segundas partes fueron buenas. Y que os acordéis de aquellos versos del conde Lucanor:

 

«si al principio no muestras bien quién eres.

nunca podrás después cuando quisieres».

 

Silencio. Ahí viene vuestra mujer.

 

PADRE RICO.-Por tu alma. rapaz. ¡déjame esa espada!

MANCEBO.-Tomadla. Y que el cielo os ayude. Adiós, mi suegro.

(Sale. Descórrese la cortina. El PADRE adopta una gallarda actitud apoyado en su espada y entra la MADRE.)

 

 

ESCENA ÚLTIMA

 

MADRE.-¿Qué hacéis aquí, marido, tan temprano y con una espada desnuda?

PADRE RICO.- (Autoritario.) ¿Y quién sois vos para preguntarme nada. señora?

MADRE.- ¡Cómo! ¿Qué quién soy yo, decís?

PADRE RICO.- Hablad cuando os manden y mucho cuidado con enojarme.

MADRE.-Hola, marido, ¿ésas tenemos?

(Canta el gallo en el corral.)

PADRE RICO.-Y antes de replicar más palabra, mirad bien lo que voy a hacer. Eh, tú, don gallo, ¡tráeme agua a las manos!

MADRE.-Pero ¿qué hacéis, don Fulano? ¿Al gallo estás hablando?

PADRE RICO.- Silencio. y ojo a lo que va a pasar aquí. Eh, gallo traidor, ¿no oíste que me des agua a las manos? ¿Qué, no obedecerás, por las buenas? ¡Pues aguarda, aguarda!... (Sale furioso al corral, donde se oyen cintarazos y algarabía de gallos y gallinas.)

MADRE.-Ya... ¡Arroz se nos prepara! (Se remanga los brazos esperando tranquila. Vuelve el PADRE trayendo al gallo por el cuello.)

PADRE RICO.-¿ Viste lo que fue de este gallo maldito por no me obedecer?

MADRE.-Sí, bien lo entiendo. Pero tarde os acordasteis, marido. Por ahí debierais haber empezado hace treinta años, que ahora ya nos conocemos demasiado, y de nada os valdría conmigo aunque mataseis cien caballos. (Arrebatándole el gallo y golpeándole con él.) ¡Andad adentro. bragazas! ¡Andad. andad!...

 

FIN DEL ENTREMÉS

 

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FARSA DEL CORNUDO APALEADO

(Según la Historia LXXVII del Decamerón)

 

PERSONAJES

  El Prólogo

Mícer Egano, rico mercader

Beatriz, su esposa'

Anichino, su intendente

Brunela, dueña

Dos Criados.

 

 PRÓLOGO

(Sale entre cortinas el PRÓLOGO, criado de Mícer Boccaccio, luciendo un amplio tabardo pícaro a cuadros multicolores, con heráldica de naipes y juglaría. Saluda a lo cortesano con profunda reverencia.)

 

    Nobles mujeres de Florencia: damas altísimas y humildes menestralas, aturdidas doncellas y matronas prudentes, solteras llenas de sueños y casadas ya despiertas; a vosotras y sólo a vosotras, que sois la sal de la tierra y el jardín de la vida, ¡salud!

   Si algún sesudo varón se ha deslizado al descuido en este ilustre senado, a tiempo está de retirarse, que mi amo y señor, Mícer Boccaccio, sólo de las mujeres fía, sólo a las mujeres canta y sólo a ellas dedica lo que ha escrito y lo que espera escribir mientras le queda vida.

   Y hecha esta aclaración y este saludo, diré la embajada que mi dueño y señor me ha encomendado.

   Recordaréis, dulces amigas mías -son las palabras de mi señor Boccaccio-recordaréis que hace años, cuando la peste asolaba a nuestra querida Florencia, os hice una sagrada promesa. Era el día un martes por la mañana. y era el lugar la iglesia de Santa María la Nueva. Todo a nuestro alrededor era desolación y llanto. En vez  de arpas y laúdes. sólo se oía el doblar de las campanas y la letanía de las rogativas y procesiones públicas. En vez de galantes carrozas, atestaban nuestras calles interminables filas de angarillas con la sábana de los apestados o el crespón de los muertos. El esposo abandonaba cobardemente a la esposa: los padres huían de sus propios hijos. y los malhechores aprovechaban el sueño de las leyes para sembrar mayor espanto. saqueando las casas indefensas y despojando sacrílegamente a las víctimas.

   ¿ Qué podía yo hacer por vosotras , en tan funesta ocasión? Sólo una cosa: ofreceros la risa y el ingenio para combatir el mal: contaras las más divertidas historias que supiese o inventar las que no supiese, con tal de alejar de vosotras los negros pensamientos.

   Tal fue la promesa que os hice aquel terrible martes en Santa María la Nueva. y que vengo cumpliendo sin descanso, hasta tal punto que la historia que os presento esta noche hace el número setenta y siete de las cien que pienso escribir si el aliento me alcanza y vuestra venia no me falta.

   Pues bien, amigas mías: ¿podéis creer que tan gentil intento, lejos de valerme plácemes, me ha valido las más acerbas críticas de esos enemigos del género humano que se llaman censores? ¡Y con qué aspaviento de gritos, silbidos y dentelladas! Poco les ha faltado para pregonar mi cabeza como corruptor de costumbres y enemiga de la República.

   Confieso que todavía no he salido de  mi asombro. Creía yo que la envidia es vendaval que solamente sopla contra las cumbres altas: pero. al parecer también lo hace contra las más humildes colinas, puesto que ahora  se ha desatado contra mi pobre ingenio, lo cual en verdad no sé si lamentar o agradecer, pues siempre  he oído decir que los escritores sin talento son  los únicos que se libran de la crítica. Y ya que por vosotras  se me condena, ante vosotras traigo mi defensa, como único tribunal legítimo.

   De tres crímenes me acusan esos feroces mastines de la moral pública. Primero: de rebajar mi natural ingenio, desperdiciándolo en historietas galantes al servicio de una cosa tan ínfima y liviana como sois las mujeres.

A esto contesto que, si la galantería es un pecado, yo me declaro cien veces pecador. Si amaros sobre todas las cosas es un delito, yo me confieso alegremente el más feliz de los delincuentes. ¿Qué culpa tengo yo si todo en vosotras lo encuentro hermoso? ¡Si hasta vuestros pecados, sólo por ser vuestros, no me parecen más que un travieso adorno de vuestras virtudes! Discretos eran los antiguos, y al representar en las Musas toda la belleza y la sabiduría del mundo, a todas nueve dieron forma de mujer. Y a fin de cuentas, si las mujeres son tan faltas de seso y peso como dicen mis censores, déjenme a mí tan deliciosa carga, y allá ellos con todo el peso de los hombres.

   Es el segundo crimen -según los dichos censores que no sienta bien a la dignidad de mis canas entretenerme en bagatelas amorosas, más propias de aturdidos mozalbetes y ociosos libertinos que de hombres sabios y maduros. A esto respondo que para el amor hay edades buenas y menos buenas, pero ninguna mala. Básteles el ejemplo de ilustres varones que honraron nuestra ciudad, como Guido Cavalcanti y el divino Dante Alighieri, los cuales vivieron vida más larga que la mía sin avergonzarse de emplearla entera en esta gaya ciencia del amar. En cuanto a la muchedumbre de mis años quizá sea su única generosidad la de añadirme algunos: que en esto no son tacaños. Pero no se dejen engañar por el calor de mis cabellos, porque acaso yo sea como el puerro. que por blanca que tenga la cabeza. siempre conserva verde la cola. Piensen que es torpeza insigne juzgar por la cabeza lo que se escribe con el corazón.

   Y en cuanto a éste, lo único que siento es tener uno solo, que si cien tuviera cien os ofrecería, dulces señoras mías.

   Acúsanme finalmente de libertades de lenguaje, reprochándome el servir demasiado crudo lo que otros suelen servir bien adobado; de mostrar al desnudo las costumbres de mi tiempo en vez de cubrirlas con un piadoso velo, y de obedecer a ciegas las leyes de la naturaleza en lugar de adoptar los disfraces de la buena educación.

   Manía es ésta de hipócritas timoratos, que tienen mas miedo a las palabras que a las cosas. Ninguna palabra es mala por sí misma, y más a menudo está la malicia en los oídos del que escucha que en los labios del que cuenta.

   Respecto a las costumbres, yo no las inventé; no hago más que reflejarlas como un espejo fiel. Si ellas son licenciosas, ocúpense mis censores de reformadas en lugar de tirar piedras al espejo.

   Y en cuanto a la supremacía de la naturaleza o de la educación, nada pienso contestar por mi cuenta. Me pastará recordar una vieja historia florentina titulada Las ocas del hermano Filipo. Y ésta, señoras mías, os la doy de barato, sin ponerla a la cuenta de las cien prometidas.

Dice así el cuento:

   «Érase en otro tiempo. en nuestra buena Florencia, un ciudadano llamado Filipo Balducci, el cual se quedó viudo al nacer su único hijo. Desengañado de esto que llaman «vanidades del mundo», resolvió retirarse a una cueva en el monte Asinaio y educar allí a su hijo, lejos de todo apetito carnal, criándolo en una santa ignorancia de la tierra como camino más corto para alcanzar el cielo. Creció. pues, el joven Filipo en la oscuridad de la caverna, sin conocer placer ni tentación y, por supuesto,  sin haber visto jamás una mujer ni  haber oído siquiera esa palabra. .

   »Cuando el inocente salvaje cumplió dieciocho  años, quiso el buen padre probar los frutos de tan bizarra educación y trájolo consigo a Florencia a pedir limosna para su ermita. Miraba pasmado el mozo la belleza del mundo que se le presentaba por primera vez, y todas sus preguntas dormidas se despertaban de pronto:

   -¿Qué fiera es aquélla tan gallarda, padre? -Es un caballo, hijo mío. -¿Qué es aquel camino que se arrastra, padre? -Es un río, hijo mío. -¿Y aquello que relumbra, padre? -Un palacio, hijo mío.

   »Llegaban así a las puertas de la ciudad, cuando vieron un tropel de hermosas mujeres que venían de una boda cantando y riendo alegremente. No hizo más que verlas el joven Filipo y se quedó pálido de repente. -¿Qué es eso que se nos viene encima, padre? -Aparta, hijo; son unos animales peligrosos. -¿Cómo se llaman esos lindos animales, padre? -No recuerdo bien; creo que se llaman... ocas.  Pero camina y no vuelvas la cabeza, hijo. ¡Mira cómo se encabrita aquel caballo! ¡Mira cómo relumbra aquel palacio!   -¡Al demonio palacios y caballos! ¡Yo quiero una oca, padre! ¡Yo quiero una oca!»

   Los que piensen que la educación es más fuerte que la naturaleza, que le pregunten al hermano Filipo.

   Y basta de preámbulos, que ya va siendo demasiado larga la disculpa para una culpa tan corta.

   Esta noche voy a presentaros mi último cuento, el cual, para no escandalizar a mis censores con palabras malsonantes, he titulado simplemente: Cornudo, apaleado y contento.

   Si los imprudentes varones que han penetrado en este recinto lo han pensado mejor, aún están a tiempo de retirarse. Mis palabras, repito, van dedicadas solamente a vosotras, benditas mujeres, gloria de Florencia y alegría del mundo. A vosotras, ¡ocas despertadoras de este eterno Filipo que es el corazón del hombre!

(Retírase el PRÓLOGO.)

  

ESCENA PRIMERA

 

Cámara en casa de Mícer Egano. Al fondo, balcón ojival con hiedras azules. A un lado, el lecho con baldaquino; al otro, la puerta. Un arcón y mesa volante con tablero de ajedrez. De noche

 

(BRUNELA, arrodillada, termina de calzar botas y espuelas a MÍCER EGANO. BEATRIZ descuelga capa y espada.)

 

EGANO.-Ciñe fuerte, Brunela. Son catorce leguas  y he de galopar todo el camino.

BEATRIZ.-¿Puede saberse, marido, a qué se debe este atropellado viaje?

EGANO.-Simples negocios, mujer; ya te dije

BEATRIZ.-¿Así tan de repente, en plena noche y con tanto misterio?

EGANO.-En ciertos negocios tan importantes: como la diligencia es el secreto. ¿Por qué  preguntáis con tanta insistencia?

BEATRIZ.-·Porque es muy sospechoso todo. Esta mañana nada sabías de ese dichoso viaje; y  por la tarde, aún hablabas de una posible cacería. Y de repente: «¡Botas y espuelas; que ensillen mi mejor caballo; tengo que estar en la Hostería del Gallo al amanecer!» (Le mira recelosa.) ¿No me ocultas nada, marido?

EGANO.-¿Te he ocultado algo alguna vez?

BEATRIZ.-¿ Y por qué no había de ser ésta la primera? ¿Quién me asegura que ese negocio tan secreto no tiene los ojos negros y que en la Hostería del Gallo no hay tapada alguna gallina?

EGANO.-( La acaricia satisfecho.) ¿Celosa? Gracias, querida; dicen que los celos son prenda de buen amor.

BEATRIZ.-En tal caso, mal puedo pensar de ti que nunca los has sentido.

EGANo.-Sería injuriar a la mujer que toda Bolonia pregona como la más virtuosa y fiel de las esposas. Pero ya que has sospechado de mí, vaya satisfacer tu curiosidad.

(Llaman a la puerta. Voz de ANICHINO.) Voz.-¡Señor!

EGANO.-Adelante.

(Entra ANICHINO. Dos. criados que le preceden con faroles o candelabros quedan en el umbral.)

 ANICHINO.- El caballo está ensillado. No tenéis tiempo que perder.

EGANO.-Aguarda un momento. (A BEATRIZ.) ¿Te merece fe la palabra de nuestro intendente?

BEATRIZ.- Completa. Nunca he oído una mentira de sus labios.

EGANO.- Pues bien, mi fiel Anichino, dile a tu señora cuál es el motivo de este repentino viaje.

MICHINO.- Mícer Egano debe llegar a la Hostería del Gallo antes que se pongan en camino unos mercaderes que duermen allí esta noche, conduciendo una partida de especias y tapices de Oriente. Es importante que mi señor compre esa partida mañana al amanecer.

BEATRIZ.- ¿No podía hacerla más reposadamente cuando esos mercaderes lleguen a Bolonia?

 ANICHINO.- Sería demasiado tarde. Hemos tenido noticias fidedignas de que la flota veneciana que venía con cargamento de Catay ha sido apresada por los turcos. Cuando esto se sepa en el mercado, el valor de esas especias subirá como la espuma, y mi señor puede vender por la noche en veinte mil escudos lo que haya comprado en diez mil por la mañana.
BEATRIZ.- Entonces ¿es lo que se llama un robo?
ANICHINO.- Es lo que se llama un negocio. Y bien mirado, hasta un acto de patriotismo, ya que será la ocasión de demostrar una vez más que la espiritual y doctísima Bolonia no tiene nada que envidiar a la mercantil y serenísima Venecia.
EGANO.- ¡Bravo, Anichino! Eres tan prodigiosamente inteligente que siempre dices lo que yo estoy pensando.
ANICHINo.- Gracias. señor. Abajo espero; será un honor para mí tener el estribo. como criado. al hombre al que debo cuanto soy. (Saluda respetuosamente a BEATRIZ Y sale.)

EGANO.- ¿Estás ya satisfecha?
BEATRIZ.- Mi curiosidad sí. pero no mi gusto. Si te parece que la soledad es bastante compañía...
EGANO.- ¿Qué quieres decir?
BEATRIZ.- No sé... ¡Son tan tibios estos primeros días de primavera! ¡Huele tan hondo el aire al rozar las hiedras azules del balcón!
EGANO.- Déjate de niñerías. Diez mil escudos bien valen una noche.
BEATRIZ.- Tal vez. Las esposas y los maridos no solemos tener la misma idea del valor de una noche. (Le tiende la capa.) Feliz viaje, querido.
EGANO.- Adiós, Beatriz. Y no tengas miedo en mi ausencia: Anichino velará por ti y por mi casa como si fuera yo mismo. Vamos, muchachos.
BRUNELA.- Que San Cristobalón. patrón de caminantes. le acompañe. (Sale EGANO seguido por los criados.BEATRIZ se despereza discretamente y aligera sus ropas.) ¿Vais a acostaros ya? ¿Queréis que os caliente las sábanas con un brasero?
BEATRIZ.- ¿Para qué? Hace una noche deliciosa.
BRUNELA.- No importa; una cama sin marido es siempre una cama fría.
BEATlUZ.- Muy segura lo dices.
BRUNELA.- Soy tres veces viuda.
BEATRIZ.- No es el frío lo que puede desvelarme. El miedo sí.
BRUNELA.- Cerraré el balcón. Mi madre decía que los enamorados y el miedo siempre entran por los balcones.
BEATRIz.- ¿Era miedosa tu madre?
BRUNELA.- Tenía experiencia. (Cierra.) ¿Os ayudo a desnudaros?
BEATRIZ.-Todavía es temprano. (BRUNELA bosteza.) ¿Tanto sueño tienes?
BRUNELA.- No sé lo que me pasa esta noche: un sopor, como en invierno cuando se bebe el vino caliente.
BEATRlZ.- Ojalá pudiera yo decir lo mismo. Pero siento que no voy a poder dormir: desde que me casé. es la primera vez que me encuentro sola.
BRuNELA.- ¿Queréis algún libro edificante para divertir los pensamientos? Tengo en mi cuarto una vida de Santa María Magdalena.
BEATRIZ.- Historias de santos, no; suelen traer muy malos ejemplos. Mejor irá con mi ánimo un poco de música. (Toma el laúd. Canta una melodía lánguida. ANICHINO. desde la puerta. escucha el final.) ¡Oh!, ¿estabais escuchando?
ANICHINO.- Hasta donde es posible escuchar cuando se os mira.
BEATRlZ.- Gracias. ¿Es todo lo que teníais que decirme?
ANICHINO.-Mi señor ha partido y la servidumbre se ha retirado a descansar. ¿Tenéis alguna orden para mí?
BEATRIZ.-Nada. ¿Habéis cerrado bien todas las puertas?
ANICHINo.-Con doble llave. Si algo os da miedo durante la noche llamadme sin reparo, que yo no dormiré velando vuestro sueño.
BEATRIZ.-Siempre gentil.
ANICHINO.-Soy vuestro criado.
BEATRIZ.-Ya no; más que como intendente os precio como amigo y consejero. Si algo queréis hacer por mí amigablemente, acompañadme al ajedrez. El tablero está esperando.
ANICHINO.-No podíais ofrecerme nada más de mi gusto.
BEATRIZ.-Pero ha de ser con una condición: que me tratéis como a un rival digno de vos.
ANIcHINO.-No comprendo.
BEATRlz.-¿Creéis que no lo he notado? Cuando jugáis con un caballero no perdéis nunca; cuando jugáis conmigo siempre me dejáis ganar. Y no quisiera tener por gentileza lo que se ha de conquistar en buena ley.
ANICHINo.- Aceptado el desafío. ¿En guardia?
BEATRIZ.- En guardia. (Mueven.) Vuestro peón de dama es la primera víctima.
ANICHINo.-No podía morir de mejor muerte.
BEATRlZ.-(Viendo que la mira fijamente y suspira.) Pero ¿a dónde miráis, Anichino? ¿Acaso está en mis ojos el tablero?
ANICHINo.- Perdón. (Mueve.)

BEATRIZ.- Si no ponéis más atención, no os auguro nada bueno. Nuevo peón perdido.
BRUNELA. - (Bosteza.) ¿Tiene muchos peones ese juego?
BEATRlZ.-Para tu sueño, demasiados. Puedes retirarte, Brunela.
BRUNELA.- Gracias, señora. Buenas noches, señor intendente. (Sale pesadamente y cierra la puerta.)
BEATRIZ.- Vuestro caballo de rey está en peligro.
ANICHINO.- Retrocedo.
BEATRIZ.- Pero ¿dónde estáis esta noche? Las blancas  son las mías.
ANICHINO.- Entonces no hay salvación. (La mira y suspira nuevamente.) BEATRIZ.- ¿Otro suspiro? ¿Tanto os duele perder caballo?
ANICHINO.- Penas más hondas son las que me tienen sin sosiego. Pienso en un pobre amigo mío que esta misma noche y a esta misma hora, ante una mesa como ésta. se está jugando su corazón y su vida.
BEATRIZ.- Extraña relación. ¿Es un acertijo?
ANICHINO.- Es una  historia de amor.
BEATRlZ.- Magnífico; me encantan las historias. ¿ Queréis contármela?
ANICHINO.-Es una historia triste.
BEATRlZ.- Mejor; me encantan las historias tristes; sobre todo si terminan bien.
ANICHINO.- Ésta no ha terminado todavía.
BEATRIZ.- Entonces hay esperanzas. Jaque a la dama y ya escucho.
ANICHINO.-(Suspira largamente.) La cosa comenzó en Francia hace tres años, junto al fuego de una chimenea. Mi amigo, descendiente de una noble familia florentina vivía alegremente en París su vida de estudiante, sin sospechar siquiera qué sabor tiene una lágrima de amor. Hasta que una noche, cenando con unos caballeros  que volvían de Jerusalén, oyó hablar por primera vez de  una prodigiosa desconocida que había de trastornar su ventura. Jaque al rey.
BEATRlZ.- (Aparta el tablero.) ¿Qué importa el  rey ahora? Prefiero París y las desconocidas prodigiosas y los caballeros de Jerusalén. Seguid.
ANICHINO.- Contaban aquellos peregrinos las maravillas que habían visto en sus largos viajes. Hablaban unos de la rubia Inglaterra, otros de la luminosa España. otros de la alegre Italia. Por fin todos quedaron de acuerdo en una cosa: la mejor tierra del mundo era Italia, lo mejor de Italia era Bolonia, y lo mejor de Bolonia, una mujer de tal belleza Y donaire que merecía por sí sola la más larga y penosa de las peregrinaciones.
BEATRIZ.- ¿Tanto?
ANICHINO.- Eso afirmaban a una voz los viajeros. Y sus palabras impresionaron de tal modo el corazón, de mi amigo que desde aquel momento ya no supo vivir para otra cosa. Despierto pensaba en ella: dormido, la soñaba. Finalmente abandonó su casa, tomó un caballo y emprendió el camino de Italia, en busca de la dama de sus sueños. Desde París a Bolonia hay catorce jornadas yendo al trote.
BEATRIZ.- Por favor, hacedlas al galope, que ya estoy en ascuas por saber el final.
ANICHINO.- El final fue que llegó a Bolonia, que la buscó inútilmente días y días, asistiendo a todas las fiestas, visitando todas las iglesias, devorando con los ojos todas las ventanas. Hasta que una tarde la encontró por fin asomada a su balcón de hiedras azules.
BEATRIZ.-¡Loado sea. el cielo! ¿Y era realmente tan hermosa como su fama?
ANICHINO.- Más. Si alguna vez el agua del mar se ha hecho ojos y la lluvia con sol se ha hecho cabellos, fue el día que nació esa mujer. (Suspira.) Desdichadamente estaba casada con un rico mercader.
BEATRIZ.- ¡Esos maridos siempre inoportunos!
ANICHINO.  -No creáis por eso que el ardiente galán renunció a su empresa. Al contrario: cuanto más vigilada la fruta, más fuerte era la tentación. Pero ¿sabría la dama comprender tan loco amor? ¿No le esperaría el desdén y la ingratitud al final de su dura jornada?

 BEATRIZ.- ¿Cómo pudo abrigar vuestro amigo tan tacaña sospecha? Duden los extranjeros de la generosidad de nuestros hombres, pero una buena boloñesa nunca deja morir de sed a un viajero si el agua está en sus manos.
ANICHINO.- Ésa era la esperanza de mi amigo. Y comprendiendo que el mejor camino para llegar al corazón de una casada es conquistar primero el corazón de su marido, se despojó de sus ropas de gentilhombre, se disfrazó de lacayo y se ofreció a su servicio como criado.
BEATRIZ.- ¿Un gentilhombre limpiando los establos? ¡Hermosa lección de amor!
ANICHINO.- Era la única manera de penetrar en la casa y contemplar de cerca, día y noche, a la dama imposible. ¿Qué importaba la humillación de los establos si el premio era su sonrisa? ¿Qué mayor gozo que atalajar su caballo si al tenerle el estribo podía acariciar su chapín y sentir junto al rostro el revuelo de su falda? Tres años la sirvió así, adorándola en silencio y subiendo uno por uno los escalones de la servidumbre, hasta ganar su confianza y ser nombrado su intendente.
BEATRlZ.- ¿Intendente habéis dicho? ¿Y un esposo mercader?... ¿y un balcón de hiedras azules?.. (Se levanta repentinamente derribando las piezas.) ¡Santo cielo! ¿Qué emboscada es ésta, señor Anichino?
ANICHINO.- La historia de un enamorado sin juicio que os pide perdón de su locura.
BEATRIZ.-¿Es decir, que vuestro famoso amigo sois vos mismo? ¿Y la prodigiosa desconocida?...
ANICHlNO.- (De rodillas.) ¡Mi señora Beatriz de Galuzzi, gloria de Bolonia y corazón del mundo!
BEATRIZ.- ¿Y tenéis la insolencia de confesármelo en mi propia cámara? Si en tan poco tenéis mi honra, ¿no os da miedo la ira de mi esposo cuando lo sepa, que será inmediatamente?
ANICHINO.- Por pronto que sea no será antes de mañana. Y una noche vuestra bien vale una vida.
BEATRIZ.- ¿No pensáis que puedo llamar a mis criados y mandaras azotar?
ANIcHINO.- Vuestros criados están todos profundamente dormidos.
BEATRlZ.- (Tranquilizada.) Menos mal. ¿Estáis seguro?
ANICHINO.-Yo mismo me anticipé a ayudarlos poniendo ciertos polvos en su vino.
BEATRIZ.- ¿Bebedizos también? ¡Admirable previsión! ¿Y éste era el amigo en quien mi esposo había puesto toda su fe, el hombre de cuyos labios no había salido jamás una mentira? (Alza los brazos desesperada.) ¡Ah. pobres mujeres desprevenidas! Hasta juraría que ese endiablado viaje ha sido otra fábula vuestra para tener libre el campo.
ANICHINO.- ¿Qué otro recurso me quedaba si no se aparta nunca de vuestro lado?
BEATRIZ.- ¿De modo que también son mentira los diez mil escudos y los mercaderes de especias?...
ANICHINO.- Y los bajeles turcos, y si fuera preciso, ¡hasta la Serenísima República de Venecia! La única verdad es esta desatinada pasión dispuesta a todo. Os he ofrecido mi vida. Si con ello os ofendo, dadme vos la muerte, que sólo por venir de esas manos será bien recibida.
BEATRIZ.-(Solloza en un diván.) ¡Pobre de mí desamparada y sola! ¿Qué puede hacer una débil mujer contra semejante libertino?
ANICHINO.- Eso no. Soy caballero, y no temáis que tome por fuerza lo que sólo de vuestra voluntad espero.
BEATRIZ.- Más que de vuestra fuerza tengo miedo de mi generosidad y mi ternura, que las dos se juntan contra mí para perderme. ¿No comprendéis, enemigo de mi sosiego, que también yo me sentí turbada a vuestro lado desde el primer día? ¿Que también yo temblaba al sentir vuestra mano en mi chapín y vuestra mejilla en el revuelo de mi falda?
ANICHlNO.- ¿He oído bien? ¿No es un sueño de mis oídos?
BEATRlZ.- En vano pretendían ocultar tus labios lo que tus ojos denunciaban a gritos. Desde el primer día te adiviné noble y amante bajo tu disfraz. Presentía que tarde o temprano habíamos de llegar a esto. Lo esperaba temiéndolo... Y ahora ya está aquí. ¡Ay, desdichada de mí! ¡Ay, momento fatal!
ANICHlNO.- (Acudiendo a consolarla.) ¡El más hermoso de tu vida y la mía! ¿Por qué lloras, mi bien?
BEATRIZ.- Es mi deber. Lloro por mi honra ya perdida. Y lloro sobre todo por mi pobre esposo, que todavía esta tarde era un caballero sin tacha, y mañana será un cornudo convicto y confeso sin que yo pueda hacer nada para remediado.
ANICHINO.- ¡Benditos los labios que han pronunciado tan discretas palabras! Mi dulce sueño.
BEATRIZ.-¡Amor mío! (Se besan largamente. Suena un aldabonazo abajo. Sobresalto.)

ANICHINO.-¿A estas horas?...
BEATRIZ.- ¡Cielos! ¡Estamos perdidos!
ANICHINO.- No temas. Será algún caminante extraviado.
BEATRIZ.-Jamás. Yo he leído que cuando dos amantes se besan y suena un aldabonazo, siempre es el marido. (Corre al balcón.) ¿No lo dije? ¡Él es! Ya está abriendo la puerta con su llave maestra. (Deteniendo a ANICHINO que corre a la puerta.) Por la escalera, ¡no! ¿Qué pensaría si te encuentra saliendo a esta hora de mis habitaciones ?
ANICHINO.- Por el balcón.
BEATRIZ.-Tampoco: hay luna y pueden verte. ¿Quieres colgar mi honra al viento como una sábana de escándalo? (Abre el arcón.) Aquí.
VOZ DE EGANO.- (Acercándose.) ¡Beatriz!... ¡Beatriz!...
BEATRIZ.-¡Pronto. ya sube! ¡Silencio! (Se besan rápidamente y ANICHINO se esconde en el arcón. Entra EGANO. molido y quejumbroso. BEATRIZ corre a ,su encuentro con solícito aspaviento.) ¡Dulce esposo mío! ¿Vienes herido? ¿Ha ocurrido alguna desgracia?
EGANO.- Nada grave, querida. Calma, calma. (Se desciñe la espada y se sienta dolorido.)

BEATRIZ.- Pero esa palidez.... esas ropas destrozadas...¿Te han asaltado ladrones?
EGANO.-Peor. Imagínate que algún desalmado ha prendido fuego al bosque; una ráfaga de chispas me cegó el caballo y lo hizo desbocarse. derribándome por tierra y arrastrándome un buen trecho colgado del estribo. ¡Ay. mis costillas molidas!
BEATRIZ.-¿No te habrás roto nada importante?
EGANO.- Según a lo que tú llames importante. ¿Te parecen poco mis costillas?
BEATRIZ.- Si no es más que eso, yo te daré unas friegas de ruda, que son mano de santo para verdugones.

EGANO.-¿ Y mi caballo ciego? ¿Y el negocio perdido? ¡Ay, mi pobre espinazo! ¡Maldita noche y maldito viaje!
BEATRIZ.-No maldigas, marido. Pensándolo bien, aún deberías dar gracias a Dios, que te ha devuelto a tu casa en el momento justo. (Iluminada.) Ahora lo veo claro: el incendio del bosque..., el caballo desbocado... ¡Qué extraños caminos elige la providencia para salvamos! ¡Gracias, Señor, gracias!
EGANO.- Eso faltaba. ¿Es una bendición del cielo que haya perdido diez mil escudos y me haya roto el bautismo?
BEATRIZ.-¡Un verdadero milagro! ¿No comprendes, incrédulo, que esa ráfaga de fuego era la mano de Dios avisándote que hacías falta aquí para defender tu honra?
                    (ANICHINO levanta la tapa del arcón y escucha pasmado.)

EGANO.- ¿Qué tiene que ver mi honra en todo esto?
BEATRIZ.- Más de lo que imaginas, y ahora vas a verlo. Respóndeme serenamente. ¿Cuál de tus criados te parece el más honrado y fiel?
EGANo.- Linda pregunta. De sobra sabes que mi favorito es el mismo que el tuyo: Anichino.
BEATRIZ.- ¿Estás seguro de que merece esa confianza que hemos puesto en él?
EGANO.- Me dejaría cortar la mano. Anichino no es sólo mi intendente, es mi mejor amigo, mi hermano. Si algún día no pudiera yo regir mi casa, a ningún otro elegirla para ocupar mi puesto.
BEATRIZ.- Pero ¿qué puesto, desdichado? ¡Hay puestos en que un marido no puede nombrar sucesor!
EGANO.-Sin adivinanzas, Beatriz. ¿Qué pretendes insinuar?
BEATRIZ.-Eso mismo que estás sospechando. Que tu intendente, tu amigo y hermano, es un miserable impostor: el más redomado pícaro del mundo y el peor enemigo de la tranquilidad de tu frente.
                          
 (ANICHINO se santigua lívido y se oculta.)

EGANO.-¡Mientes!
BEATRIZ.-¡Tengo pruebas! Esta noche y aquí mismo, aprovechando tu ausencia, ha tenido la audacia de proponerme tales cosas que no hay labios de mujer capaces de repetidas.
EGANo.-Imposible. ¿No habrá exagerado tu honestidad unas simples lisonjas de galantería?
BEATRIZ.-¿Galanterías dices? ¡Declaraciones ardientes! ¡Arrebatos impúdicos! ¡Proposiciones tan licenciosas que harían enrojecer a un cardenal florentino! (Solloza.)

EGANO.- (Furioso.) ¡Basta! Vive Dios que si eso es cierto no verá la luz del sol.
BEATRIZ.- (Fingiendo dirigirse a EGANO. pero tranquilizando con el gesto a ANICHINO. que vuelve a asomar suplicante,) ¡Calma, querido mío, mi único amor! Comprendo que es terrible tener que decir esto, pero te juro que lo hago por tu bien y para tranquilidad de los dos.

EGANO.- ¡Pronto, mi espada! (La desnuda.) ¿Dónde está ese infame?

BEATRIZ.- No es la espada el arma que necesitas ahora, sino la astucia. Ponte este vestido mío.

EGANO.- ¿Yo? ¿Te parece ésta ocasión para disfraces?

BEATRIZ.- En seguida lo comprenderás. Escucha. Anichino estaba tan fuera de sí que temí cualquier locura si le rechazaba. Entonces fingí ceder a sus deseos prometiéndole bajar luego a encontrarme con él en el jardín. Ya comprenderás que era solo un ardid para alejarle. Pues bien, ahí tienes la ocasión: acude tú a la cita vestido con mis ropas; así podrás escuchar la infamia de sus propios labios y no te quedará a duda de haber matado a un inocente.
EGANO.- Excelente idea. ¡Oh inventiva sutil de las mujeres! Venga ese vestido. (Se lo pone, urgente y torpe, ayudado por ella.) ¿Dónde es la cita?

BEATRIZ.- En mi jardín privado, por el postigo del seto. Toma la llave.

EGANO.- ¿A qué hora?

BEATRIZ.- A medianoche, al sonar las doce en Santo Domingo. ¡No hay tiempo que perder!

EGANO.- ¿Habéis convenido alguna señal?

BEATRIZ.- El imitará tres veces el cuco; tu agitarás tres veces este pañizuelo y contestarás con el silbido del sapo.

EGANO.- Podíais haberlo hecho menos complicado.

BEATRIZ.- No tendría ese sabor furtivo.

EGANO.- (Termina de vestirse) ¿Estoy bien así? ¿No se notará el engaño?

BEATRIZ.- Cuida sobre todo los pies y las manos; es lo más bruto que tenéis los hombres. Camina menudito, así. Agita el pañuelo con donaire...así. Y no hables una palabra: silba. La sombra del jardín te ayudará. (Retrocede contemplándole.) Dios mío..., ¿y esa cabeza?

EGANO.- ¿Qué tengo?

BEATRIZ.- Nada todavía. Pero esos cabellos tan cortos...

EGANO.- Me cubriré con una toca. ¿No hay una en este arcón? (Va resueltamente a abrirlo. Ella lanza un grito de espanto. EGANO vuelve petrificado. ANICHINO aprovecha el momento para sacar rápidamente la toca, volviendo a ocultarse.) ¿Qué ha sido ese grito?

BEATRIZ.- Nada, querido; es el espanto de lo que va a ocurrir por mi culpa. Aquí está la toca.

EGANO.- (Solemne.) Ahora reza y espera. Tú has sabido cumplir como una buena esposa. ¡Yo sabré cumplir como marido! (Sale gallardamente poniéndose la toca. BEATRIZ cierra la puerta con llave. ANICHINO salta del arcón aterrado.)

ANICHINO.- ¿Qué has hecho, insensata? ¡Todo lo has echado a rodar con tu imprudencia!

BEATRIZ.- Al contrario. ¿No lo has comprendido aún? Precisamente ahora que vamos a engañarle es cuando necesitamos que tenga más fe en nosotros.

ANICHINO.- ¿Y para eso empiezas denunciándome? ¡Que el diablo me lleve si lo entiendo!

BEATRIZ.- No me extraña; el amor tiene esa rara virtud de cegar a los hombres y abrir los ojos a las mujeres. (Toma un apagavelas y comienza tranquilamente a matar luces.)

ANICHINO.- Tengo que huir inmediatamente.

BEATRIZ.- Imposible: la puerta está cerrada con llave.

ANICHINO.- ¿Y si vuelve y nos sorprende juntos?

BEATRIZ.- No se moverá de su puesto hasta las doce. Si no he calculado mal, falta media hora larga.

ANICHINO.-Pero ¿adónde piensas llegar con tu farsa? ¿Qué va a pasar esta noche en el jardín?
BEATRIZ.-Lo que haya de ocurrir allí ya lo sabrás después. Entretanto, por favor, sopla ese candelabro.
ANICHINo.-¿Para qué?
BEATRIZ.- El pudor. querido.... ¡el pudor!

   (ANICHINO la abraza y sopla fuerte. Se apagan todas las luces. Música.)

                                                            CORTINA
 

                                                      ESCENA SEGUNDA

           Jardín con seto de arrayán en que se abre un disimulado cancel. A   un lado,  pabellón de acceso a la casa

    (En la penumbra lunada pasea inquieto EGANO. vestido de mujer. Se oye en el pabellón la voz de BEATRIZ llamando como un susurro.)

VOZ DE BEATRIZ.- Amor mío... ¿Estás ahí, amor mío?
(EGANO se cubre rápido el rostro con su chal, adopta una actitud femenina y contesta con el pañizuelo. Sale BEATRIZ.)

BEATRlZ.- Pero ¿qué haces, querido? Soy yo, Beatriz.
EGANO.- Oh, perdona. Los mil rumores de la noche y esta extraña aventura me tienen trastornado el sentido.
BEATRIZ.- ¿Hasta el punto de confundir mi voz?
EGANO.-  Y la mía propia. Hace un momento se me escapó un suspiro y me volví espantado creyendo que suspiraba otro. Veo pupilas que me acechan. y sólo son luciérnagas. Oigo susurros que me llaman y es el vuelo de los murciélagos. ¿Falta mucho todavía?
BEATRIZ.- Están al caer las doce.
EGANO.- ¡Cómo alarga el tiempo la impaciencia! Me parece que llevo un siglo esperando.
BEATRIZ.- En cambio, a mí me ha parecido apenas un minuto.
EGANO.- ¡Calla!... (Escucha. Voz baja.) ¿Oyes algo arrastrándose?
BEATRIZ.- Es el rumor del río.
EGANO.- ¿Y esos dedos arañando el postigo?
BEATRIZ.- Es la chicharra en el árbol. (EGANO respira. aliviado. De pronto vuelve a escuchar.)

EGANO.- ¿Y ahora? ¿No oyes una cosa.... una cosa así... que no se oye?
BEATRIZ.- Sí.
EGANo.- ¿Qué es?
BEATRIZ.- El silencio.
EGANO.- Nunca lo imaginé tan inquietante. ¿Sabes lo que estoy pensando?
BEATRIZ.- Sé lo que estás deseando: que no venga.
EGANo.- Ciertamente. ¿No se habrá avergonzado de su propia infamia y se habrá arrepentido?
BEATRIZ.- No lo esperes. En cuestiones de amor muchos se arrepienten después. pero antes ninguno. (Comienzan a oírse las doce en una torre lejana.) La medianoche en Santo Domingo. ¡Ha llegado el momento!
EGANO.- Ocúltate. Desde ahí puedes escucharlo sin ser vista.
BEATRIZ.- Valor. esposo mío.
EGANO.- ¡Un momento! ¿Cómo canta el cuco?
BEATRIZ.- Como un primer día de primavera.
EGANo.- ¡Gentil información! Y el sapo. ¿cómo silba?
BEATRlz.- Como el «la» de una flauta. Así.
(
Silbido. BEATRIZ se retira al pabellón. EGANO se cubre nuevamente el rostro y vuelve al centro de la escena. Ligera pausa tras la última campanada. Se oye tres veces el canto del cuco. EGANO agita su pañuelo y contesta con tres roncos silbidos.)

VOZ DE ANICHINO.-Beatriz... Beatriz... (Un silbido contestando.) ¿Eres tú. mi dulce alondra? (Dos silbidos)¿Traes en tu seno la llave de plata que ha de abrir este verde muro? (EGANO la muestra en alto y silba afirmando.) Abre. querida; mis ojos y mis labios tienen hambre de ti.
(EGANO abre y se retira pudoroso. escondiendo el rostro. Entra ANICHlNO.)

ANICHINO.- ¡ Por fin! Había llegado a temer que tu promesa no fuera más que un sueño de mi propia fiebre. Pero no, aquí estás iluminando mi noche. Ya presiento bajo el pudor de ese chal la súplica temblorosa de tus ojos. ¿Por qué ese recelo de corza sorprendida? ¿No estás dispuesta a todo? (Silbido afirmativo.) Júrame que nada te detendrá: ni el miedo al peligro, ni la paz de tu casa, ni la fe que debes a tu esposo. ¿Me lo juras? (Silbido. ANICHINO cambia repentinamente el tono y enarbola un garrote que trae escondido.) ¡Ah,  miserable! ¿Luego eran ciertas mis sospechas? ¡Infame adúltera! ¡Despreciable Mesalina! (Golpea a EGANO. que trata de huir.) ¿No has comprendido, insensata, que mi falsa declaración era sólo un ardid para poner a prueba tu virtud? ¿Me creías capaz de traicionar, como lo haces tú, al hombre al que debo honra y fortuna? ¡Toma, pérfida mujerzuela! ¡Pecadora impía!
   (EGANO. sofocando gritos, trata de huir y cae enredado en sus faldas.) EGANO.- ¡Piedad! ¡Misericordia!
ANICHINO.- No temas, cobarde, que te denuncie a tu esposo. No lo haré por ahorrarle esta vergüenza, pero no ha de quedar sin castigo tu traición. (Redobla los garrotazos.) ¡Libidinosa perjura! ¡Inverecunda vulpeja!
EGANO.--¡Socorro! ¡Beatriz! ¡Beatriz!
BEATRlZ.-(Se adelanta alzando los brazos.) ¡Basta, Anichino, por amor de Dios!
ANICHlNO.- (Fingiendo pasmo.) ¡Qué ven mis ojos! ¿Otra Beatriz? Pero entonces ¿quién es esta desdichada?
EGANO.- ¿Tan ciego estás que no reconoces a tu señor?
ANICHINO.- ¡Cielos! ¡Micer Eganol ¿Estoy soñando o es arte de brujería?
EGANO.- (Se levanta quejumbroso, arrancándose toca y chal.) Tal me has dejado, hijo mío, que ni yo mismo me reconocería. ¡Ay noche aciaga! ¡Atropellado por mi mejor caballo y apaleado por mi mejor amigo!
ANICHINO.-¿ Y yo he ultrajado al hombre por el que daría mi alma y mi vida? (Tira el garrote y cae de rodillas.) ¡Cortad, señor, estas manos pecadoras que han escarnecido lo que más veneran!
BEATRlZ.- Levantaos, amigo, que mi esposo ya lo sabe todo y no ha de negaros su perdón.
ANICHINO.- ¡De rodillas lo he de ganar, besando la tierra donde él pise!
EGANO.- Así no: en mis brazos, hermano. (Se abrazan.) Lástima que un alma tan noble tenga unas manos tan duras.
ANICHINO.- Permitidme que os explique esta confusión.
EGANO.- No hace falta, que ya Beatriz me lo había confiado todo, y creyéndote traidor, ella misma imaginó esta industria para sorprenderte in fraganti.
BEATRIZ.- Perdonadme si os ofendi con mis sospechas.
ANICHINO.- Yo soy el único culpable de este funesto enredo.
EGANO.- Los tres lo fuimos un momento: tú, por dudar de Beatriz, y nosotros, por dudar de ti. Afortunadamente todo está aclarado, y si hasta hoy has sido mi servidor, desde ahora serás mi compañero en todo.
ANICHINO.- Gracias, señor. ¡Bendito el cielo que así transforma una infausta noche en la más hermosa de mi vida!
EGANO.- Bendito mil veces, digo yo. ¿Qué importan mi caballo ciego y mis costillas santiguadas, si ahora puedo jurar con las manos en el fuego que mi amigo es el más fiel de los amigos y mi esposa la más fiel de las esposas?
BEATRlZ.- Alegrémonos todos. Toma mi brazo, querido. Tomad vos el otro. Y celebremos juntos esta singular aventura. ¡Es la primera vez que el amor hace felices a tres al mismo tiempo!
                                           (Entran alegremente en la casa.)

                                                    FIN DE LA FARSA

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Fablilla del secreto bien guardado   

(TRADICIÓN POPULAR)

 

      Personajes

Bruno

Juanelo

Leoneta

Sandra

Asunta

Liseta                                   

                                                           


   Cocina de aldea. La tina para la colada, el hogar, el horno, un arcón de roble, un montón de sacos y,  colgados en espigones de madera,  alforjas y atalajes. Es mediodía. Se oye el reloj de la iglesia dando las doce

  (
JUANELO. pálido y nervioso. aparece en la puerta: mira hacia atrás como temiendo que alguien le siga. Entra escondiendo bajo el brazo un envoltorio disimulado entre pámpanos, llama tres veces en voz alta y espera conteniendo el aliento.
)

JUANELO.- ¡Leonelal... ¡Leonelal... ¡Leonelal... (Tranquilizado al  sentirse solo, deja el envoltorio y corre a cerrar puerta y ventana. Después busca un lugar donde esconderlo. Lo hace primero en el arcón: no le parece seguro; vuelve a sacarlo y lo mete en el horno. Duda, lo saca nuevamente, mira en todas direcciones buscando otro escondite, llaman a la puerta. JUANELO, sobresaltado, corre a esconder su tesoro entre los sacos mientras responde. Las lentas campanadas de la iglesia han llenado la larga pausa,  llaman de nuevo más fuerte.) ¡Voyl...
Voz de BRUNO.-¡Ah de la casal

JUANELO.- ¡VOY... voyl...
(Abre. Entra BRUNO, viejo campesino. Colgados a un hombro la escopeta y el zurrón de caza: al otro, una red.)
BRUNO.- ¡Novedad grande es ésta! ¿Desde cuándo se cierra con llave la casa de un pobre?
JUANELO.- Habrá sido Leonela al salir.
BRUNO.- ¡Por San Fabricio que sería cosa de ver! ¿Tu mujer sale y deja la casa cerrada por dentro?
JUANELO.- Se habrá corrido la llave.
BRUNO.- ¿Ella sola? ¿Y con dos vueltas?
JUANELO.- Pues habré sido yo sin pensar.
BRUNO.- ¿Por qué? ¿Has cometido algún crimen? Porque miedo a ladrones no será.
JUANELO.- (lmpaciente.) ¡Basta, padre! Si cerré o no cerré, que el demonio me lleve si me di cuenta. Y quede aquí la cosa. (Huye la mirada.) ¿De caza o de pesca?
BRUNO.- Todo junto. Cuando yo tenía tu edad y salía con la escopeta, saltaba la trucha; cuando salía con la red, saltaba la liebre. Ahora ya soy perro viejo y juego a los dos paños para acertar.
JUANELO.- ¿Cayó algo?
BRUNO.- Algos. En el brezal esta liebre, que está pidiendo a gritos un arroz, y en el río esta trucha, que dará sus tres libras de escabeche. Con una buena hogaza y dos cuartillos por barba. mañana será otro día. (Mostrando su liebre.) ¿Qué me dices de este ejemplar? Ni la sobrina del cura es más rolliza.
JUANELO.- (Ajeno.) No está mal.
BRUNO.- Escaso andas de palabras. Y de color. ¿No te sientes bien?
JUANELO.- No es nada.... el calor. ¿Otro vaso?
BRUNO.- ¿Por qué dices otro si es el primero?
JUANELO.- Creí. (Sirve. La botella tintinea en el vaso.) ¿Qué mira tan fijo?
BRUNO.- El pulso.
JUANELO.- ¿No está firme?
BRUNO.- Si fueras sacristán,  bueno para repicar. (Bebe, dejando caer las palabras mientras lo observa.) ¿No habías ido a la viña?
JUANELO.- Fui.
BRUNO.- Pronto volviste.
JUANELO.- No hacía falta más.
BRUNO.- (Entrando de lleno al tono confidencial.) ¿Y cuándo ocurrió la cosa, al ir o al volver?
JUANELO.- Muy preguntador está hoy,  padre.
BRUNO.- Y tú muy poco contestador.
JUANELO.- Será que tengo la cabeza en otra parte.
BRUNO.- Será. (Beben en silencio. JUANELO se sienta pensativo. El padre le da una palmada cariñosa y se sienta a su lado.) Vamos, hijo, suéltalo de una vez. ¿Qué te ocurrió esta mañana?
JUANELO.- ¡Padre!...
BRUNO.- Por lo visto es grave.
JUANELO.- Tanto que desde esta mañana a las diez no sé si soy el hombre más feliz del mundo o si esta misma noche me vaya colgar de un árbol.
BRUNO.- Dios te perdone el mal pensamiento. ¿Qué te ocurrió esta mañana?
JUANELO.- Me levanté al rayar el alba, como siempre, y me fui a cavar la viña. Serían las cinco...
BRUNO.- Por tu alma, rapaz, ahórrame esas cinco horas. ¿Qué pasó a las diez?
JUANELO.- Sonando estaban en el reloj de la iglesia cuando, de repente, siento que la azada tropieza en una cosa dura. ¿Una piedra? ¡Sí, sí,  piedra!... Otro golpe, y veo una cosa que relumbra. ¿Un vidrio? ¡Sí,  sí,  vidrio!... Miro y remiro, me agacho, escarbo,  toco,  vuelvo a mirar... ¡Dios de Dios! ¡Creí que me caía redondo allí mismo! Que no puede ser, que sí puede ser... ¡Y era, padre!.... ¡era! .
BRUNO.- ¿Era?
JUANELO.- ¡Era!
BRUNO.- Pero ¿qué era, maldito?
JUANELO.- ¡Un tesoro! ¡Un cofre lleno de alhajas y monedas de oro!
BRUNO.- ¡Bendito San Antón! ¿De modo que te cae una fortuna del cielo y piensas colgarte de un árbol?

JUANELO.- En el primer momento, no. Sólo me vi como me quisiera: una casa propia con barandales al río, la mesa grande con manteles y convidados, y un caballo con borlas encarnadas para la feria de San Gandolfo. Pero pronto se acabaron mis glorias y empezaron las cavilaciones.
BRUNO.- En eso no andas descaminado, que fortuna encontrada pide secreto; y dinero en casa pobre y amor en ojos mozos, pronto se dan a entender.
JUANELO.- A eso iba yo. Si la cosa quedara entre nosotros, ahí me las den todas. Pero ¿qué va a ser de mí cuando lo sepa todo el mundo?
BRUNO.- ¿Y por qué tiene que saberlo el mundo? ¿Te vio  alguien con el cofre?
JUANELO.- Nadie.
BRUNO.- ¿Entonces?...
JUANELO.- ¿Soy yo acaso el único detrás de mi puerta? Demasiado conoce usted a mi mujer: ¡larga de lengua como la sombra de un pino por la tarde! Saberlo ella y saberlo el pueblo entero, todo es uno y lo mismo.
BRUNO.- Por esta vez callará. Dile que es cosa de vida o muerte.
JUANELO.- Como si dijera misa. Secreto en su boca, agua en una cesta.
BRUNO.- Ruégale de rodillas.
JUANELO.- Se reirá de pie.
BRUNO.- Cósele la boca.
JUANELO.- Lo contará por señas.
BRUNO.- ¡Pégale!
JUANELO.- ¡Es más fuerte que yo!
BRUNO.- Pues  si no puedes con tu mujer,  no hay más que  una solución: la primera que debiste pensar. No se lo  digas  a ella tampoco.
JUANELO.- ¿Y las narices?
BRUNO.- ¿Qué narices?
JUANELO.- ¡Se lo huele desde lejos! Sólo una vez la engañé en mi vida. con la panadera... ¡Y no hice más que volver a casa y por el olor me sacó la torta!
BRUNO.- Entierra el cofre en el sótano.
JUANELO.- Tiene ojos de zahorí.
BRUNO.- ¡Arráncale los ojos!
JUANELO.- ¡Tiene una vela en cada dedo!
BRUNO.- ¡Mátala de una vez!
JUANELO.- ¡Esa es de las que vuelven! No hay salvación. padre: una soga y un árbol.... una soga y un árbol...
BRUNO.- Calma, hijo,  calma. Pongámonos en lo peor: que tu mujer se entera y lo publica a los cuatro vientos. A fin de cuentas ¿qué te puede pasar?
JUANELO.- ¿Y usted me lo pregunta? ¡Ay. padre. y qué poco conoce usted el mundo a pesar de sus años! Por lo pronto, como la viña sólo es mía en arriendo, el dueño me pondrá pleito. Los vecinos, por si hay más cofres, me excavarán las tierras por la noche, arruinándome la cosecha. Los amigos me pedirán; los que me deben no me pagarán; los que me prestaron me reclamarán... Y entretanto, el notario que levanta escritura; el escribano que me llena la casa de tinta, vaciándomela de vino... ¿Terreno valorado?,  más contribuciones. Palabra que se te escape, legajo nuevo...; exhorto que entra, jamón que sale... Y el pleito que no se acaba, y embargos para responder, y alguaciles vienen y testigos van...
BRUNO.- No hay mal que cien años dure. Ganarás el pleito.
JUANELO.- Y con eso ¿qué? Ahí están las partijas: la mitad para el dueño del terreno, el tercio para el Fisco, el quinto para el rey, el diezmo para el convento... Quite gabelas y alcabalas, y lo que sobre, si sobra, para ayuda de costas. ¡Eso si no ocurre lo peor!
BRUNO.- ¿Peor todavía?
JUANELO.- Que entre todos encuentren pequeña la tajada y me acusen de ocultación. ¿Defraudación pública? Proceso criminal. ¿Que confieso?, incautación. ¿Que no confieso?, tormento. Ítem más: los peritos sentenciarán que el tesoro es de moros, judíos o paganos. ¡Excomunión! Suma y sigue: el defensor dirá que soy inocente, y cobrará; el fiscal dirá que soy culpable, y cobrará; el obispo cobrará sin decir nada... ¡Ay, padre de mi alma, el dineral que me va a costar ese tesoro, si no me cuesta la honra y el pellejo!
BRUNO.- ¡Basta, cuerpo de Dios; basta de desatinos!
JUANELO.- Le juro que es el Evangelio. ¿No oye pasos? ¿Quién va? (Frenético.) ¡No hay nadie en casa!... ¡Nadie... nadie!...
BRUNO.- ¡Juanelo!
JUANELO.- ¡Yo no fui!... ¡Yo no sé nada!...
BRUNO.- ¡Basta, repito! ¡Quieto! (Lo sujeta fuerte y le da una bofetada. JUANELO reacciona, calmándose.) Perdona.
JUANELO.- De nada, padre... Gracias.
BRUNO.- ¿Sabes lo que te digo, hijo? Por tu bien, coge ahora mismo ese maldito cofre, vuelve a enterrarlo donde estaba, y aquí paz y después gloria.
JUANELO.- ¿Renunciar yo a mi tesoro? Primero me arrancarían la uña de la carne. Hay que pensar algo antes que llegue mi mujer. (Se la oye cantar, acercándose.) ¡Y pronto, que ya está ahí!
BRUNO.- Buena me has dejado la cabeza para pensar nada.
JUANELO.- ¡Una idea, padre! ¡Cien escudos de oro por una idea!
BRUNO.- Allá tú y ella con vuestro negocio. A mí pocos años me quedan ya de ser pobre, y con mi liebre y mi trucha tengo bastante por hoy. (Se dispone a salir. JUANELO repite como obseso.)
JUANELO.- Una liebre, una trucha.... una trucha. una liebre... Liebre-trucha..., trucha·liebre.... liebre-trucha... (Lanza un grito de júbilo, le abraza y retoza como un corzo.) ¡Gracias, padre! ¡Cuente con los cien escudos!
BRUNO.- ¿Qué quieres decir?
JUANELO.- Que estamos salvados. ¡Pronto! Ayúdeme a cambiarlas de sitio: la liebre en la red.... la trucha, en el zurrón de caza... ¡Pronto!
BRUNO.- ¿Has perdido el juicio?
JUANELO.- Nunca lo tuve más claro. Ahora déjeme solo con ella. ¡Y silencio. por Dios..., silencio!
(BRUNO sale pasmado. JUANELO se santigua rápido y se sienta junto a la lumbre en actitud de profunda meditación. Entra LEONELA con un gran cesto de ropa. que empieza a disponer seguidamente para la colada sin reposar un momento. Movimiento y reniego son sus dos modos habituales de expresión.)

 

LEONELA.- ¡Malos años, marido! Siempre sentado, como San Alejo en la escalera. Bien dicen que el que nace redondo no muere cuadrado. Por el siglo de mi madre que si en vez de seguir mi gusto hubiera seguido sus consejos, no me vería ahora como me veo: lavando ropa ajena para remendar la propia .Y qué ropa, Virgen santa! ¡Roña roñosa, tiña tiñosa. zarrapastrosa! Miren las sábanas del alcalde, con más ventanas que el ayuntamiento un día de fiesta. Y las camisas de la boticaria, que bien podía ahorrar Jubones de terciopelo y tapar mejor sus vergüenzas... y las de su casa. ¡Las de su casa, sí!, por la sobrina lo digo. que esta mañana le dio un desmayo en la fuente; ella dice que del vientre vacío, pero no me sorprendería lo contrario. que anda muy quebrada de color desde que pasó la tropa por el pueblo, va para siete meses. Con otros dos, lo que sea sonará. ¡Vaya si sonará! ¡Tanto rendibú.... tanto mírame. y-no-me-toques. y con la zurda... jé,  mosquita muerta! ¿Y estos andularios? ¿No parecen toca de viuda o balandrán de clérigo? Pues son los calzones blancos de Simoneto, que, después de todo, no sé por qué se queja tanto: si a la vaca se la partió un rayo, su mujer parió mellizos, y váyase lo uno por lo otro. De la Casa de las Siete Cuñadas no quise tomar faena, por si acaso, que andan con la viruela loca. ¡Loca tenía que ser para meterse en semejante infierno! ¡Cueva de escorpiones! A la mayor la mordió un perro, y ¿quién dirás que se volvió rabioso? ¡El perro! Eh. contigo hablo. marido. ¿Te has quedado mudo. o tan poco soy que ya ni la palabra merezco?
JUANELO.-(Solemne.) No me turbes ahora. Cosas más altas tengo yo en qué pensar.
LEONELA.- Pues piensa. hijo, piensa. Y sobre todo, piensa sentado, que así nos luce el pelo. Asunta la de la fragua, que fue criada en casa de mi madre, con mantilla de blonda; Sandra la del mesón, que empezó fregando platos, comprándose un olivar.... ¡Y yo, que nací señora, lavando para las dos! ¡Vivir para ver! Pero ¿de qué me quejo si yo misma me lo busqué? Cuatro pretendientes ricos tuve, con el pobre me fui a estrellar, y miren cómo me lo paga: sentado todo el santo día y roncando toda la santa noche...; ¡que roncando te vea yo en los infiernos por los siglos de los siglos, aménl

 JUANELO.- No reniegues, mujer. y menos un día como hoy. Si supieras lo que me ha pasado esta mañana, estarías sin habla y de rodillas.
LEONELA.- ¿A ti te ha pasado algo? ¿A ti? Más vale tarde que nunca. ¿Y qué fue, si puede saberse?
JUANELO.- No pensaba decírtelo. pero es demasiada carga para mi conciencia.
LEONELA.-  (Abandonando su trabajo, interesada.) ¡Eso faltaba! Para una vez que tienes algo que contar ¿pensabas comértelo tú solo? Habla, bendito de Dios, habla.
JUANELO.- Cierra puerta y ventana. Si alguien nos oye, estamos perdidos.
LEONELA.- (Cerrando y cambiando el tono. inquieta.) ¿Tan grave es la cosa?
JUANELO.- Tanto, que todavía me tiemblan las carnes al recordado.
LEONELA.- No me asustes. marido. ¿Un mal encuentro? ¡Me lo imaginé! ¿No? ¿Un robo? ¡Me lo daba el corazón! ¿Tampoco? ¿Una muerte?.. ¡Tenía que ser! ¡Ay. pobre viuda; ay. pobres huérfanos!...; ¡y esa madre.... esa madre!...
JUANELO.- ¿Qué madre?
LEONELA.-  La del muerto.
JUANELO.- ¿Qué muerto?
LEONELA.- ¿No lo mataron?
JUANELO.- ¡Si te callaras una vez! Ni robo, ni sangre, ni muerto. Lo que a mí me pasó fue un milagro. Mejor dicho, tres: ¡tres milagros seguidos delante de estos ojos pecadores!

 LEONELA.- ¡Alabado sea el Santísimo! ¿Quieres burlarte?
JUANELO.- ¡Por mi salvación te lo juro! ¿Tienes fe, Leonela?
LEONELA.- De cristianos viejos vengo.
JUANELO.- Pues santíguate tres veces y prepárate a oír lo que nunca imaginaste.
LEONELA.- ¡Por tu alma, que reviento! Rompe ya de una vez. (Se sienta a su lado, anhelante.)

JUANELO.- Despacio, que a eso voy. Esta mañana me levanté temprano para ir a la viña; como queda lejos, y por si algo saltaba de camino, me eché a un hombro la red y al otro la escopeta. Llego al río, veo una sombra que se mueve en el agua, tiro la red... ¿y qué dirás que pesco?
LEONELA.- Una trucha.
JUANELO.- ¡Una liebre!
LEONELA.- ¡No!...
JUANELO.- Eso pensé yo al principio: ¡no!... Pero miro y remiro y vuelvo a mirar, y no hay vuelta de hoja: ¡una liebre!
LEONELA.- ¡Madre de Dios Soberana! ¿No habrías bebido, Juanelo?
JUANELO.- Más fresco estaba que una madrugada. Imagínate cómo me quedé, que si me pinchan no me sale gota. Sigo caminando sin saber qué pensar; llego al bosque, veo una cosa que corre entre las matas, me echo la escopeta a la cara, disparo... ¿y qué dirás que mato?
LEONELA.- ¡Otra liebre!
JUANELO.- ¡Una trucha!
LEONELA.- ¡Ánimas del purgatorio! ¿Una trucha en el bosque? ¿No estarías soñando?
JUANELO.- ¿Tengo cara de sueño? ¿No me ves temblando como una vara verde?
LEONELA.- Pero entonces, Juanelo, entonces... ¡era un aviso del cielo!
JUANELO.- Lo mismo que pensé yo: «¡Arrodíllate, miserere, que la mano de Dios está sobre tu cabeza!» Caigo de rodillas rezando el «Yo pecador», me agacho a besar la tierra, cuando de repente, allí mismo, delante de mis ojos, veo una cosa que relumbra...
LEONELA.- ¡Una espada de fuego!
JUANELO.- ¡Un tesoro, Leonela! ¡Un cofre repleto de alhajas y monedas contantes y sonantes!
LEONELA.- (Se levanta de un salto, pálida, estremecida.) ¡Ah, no, no, no y no! Lo de la liebre... pase. Lo de la trucha... pase. ¡Pero un tesoro! ¡Tú quieres matarme de una alferecía! ¿De verdad no me engañas?
JUANELO.- ¿Necesitas pruebas, mujer de poca fe? (Mientras busca su cofre.) Mira esa red. ¿Qué ves ahí?
LEONELA.- ¡Ciega me quede si no es una liebre!
JUANELO.- Mira ahora ese zurrón de caza. ¿Qué ves?
LEONELA.- ¡Muerta me caiga si no es una trucha!
JUANELO.- (Volcando su tesoro sobre la mesa.) ¿Y esto? ¿Son sueños de mal vino esto?
LEONELA.- (Deslumbrada.) ¡Oro, ajorcas, collares!...¡Ay, Juanelo de mis pecados, que yo me vuelvo loca de alegría! (Le abraza y le besa sonoramente.) ¡Mi maridito querido! ¡Siempre dije yo que en el mundo, de arriba abajo, no había hombre como el mío!
JUANELO.- Calma, mujer, calma, y baja la voz. Por lo que más quieras, júrame que, pase lo que pase, nadie sabrá una palabra de esto. ¡Júralo!
LEONELA.- ¡Por la memoria de mi padre, que cien años me espere, amén! (Revolviendo el tesoro como almorzadas de trigo.) ¡Ay, que rubio color de toronjas! ¡Ay, qué retintín de campanas de gloria! ¡Oro... oro... oro....!
(Se oye repicar el aldabón de la puerta.)

JUANELO.- ¡Dios nos ampare! ¿Habrán oído?
LEONELA.- (Recogiendo rápida.) ¡Corre a enterrarlo en el sótano! ¡Ciérrate con siete llaves! ¡Siéntate encima! ¡Si hay peligro, de aquí no pasan! ¡Pronto!
        (Más aldabonazos y voces de las vecinas llamando.)

 Voces.- ¡Leonela! ¡Leonela!... (JUANELO sale con el cofre. LEONELA se domina con esfuerzo y respira hondo.) ¿No hay nadie en esta santa casa? ¡Leonela!
LEONELA.- ¡Ya va!, ¡ya va! (Abre. Entran ASUNTA, SANDRA y USETA con grandes cestos de ropa.) Buen día, vecinas. ¿A qué viene tanto repicar en casa ajena?
ASUNTA.- Como tardabas en abrir...
SANDRA.- ¿Estabas ya durmiendo la siesta?
LEONELA.- Buenos están los tiempos para dormir. Muy cargadas venís las tres. Y a buen seguro que regalos no son.
ASUNTA.- Trabajo, que es el regalo del pobre. Yo cuatro camisas y ocho sábanas. Trátalas con cuidado que son de hilo portugués.
LEONELA.- Podías ahorrarte el consejo. ¿O crees que no sé lo que son sábanas de hilo, yo que nací entre holandas?
SANDRA.- Yo dos mudas completas y el mantel grande de fiesta.
LEONELA.- ¿Portugués también. verdad? Madapolán, y gracias.
LISETA.- Y yo el ajuar de Petruca. Mojar y planchar nada más. ¿Estará para el domingo?
LEONELA.- ( Reticente.) Allá veremos.
LISETA.- ¿Cómo veremos? Tiene que estar.
LEONELA.- Paciencia, hija; si no es para éste, será para el que viene, y si no, para el domingo de Ramos.
LISETA.- Pero la boda no puede esperar.
LEONELA.- ¿ Y a mí qué? ¿Soy acaso la novia o la madrina? ¿Te acordaste siquiera de mí para convidarme?
LISETA.- La verdad, no lo pensé.
LEONELA.- ¡Naturalmente! Los pobres están bien para servir a la mesa; para sentarse, no.
ASUNTA.- Pero, hija, ¿qué mal repente te dio hoy que todo te enfada?
LEONELA.- Que ya estoy harta de ser la última y que todos me empujen. La pobre Leonela al río,  la pobre Leonela al molino,  la pobre Leonela al horno... ¡Y se acabó la pobre Leonelal ¿Lo oís? Señora nací,  a mi señorío  me vuelvo.... ¡y al que le pique, que se rasque!
SANDRA.- Siempre con tus manías de grandeza.
LEONELA.- ¿Manías,  eh? ¡Verdades como puños! ¿Ves estas manos cortadas del agua? ¡De marfil las has de ver,  como las de una abadesa, y con más sortijas que la reina de Nápolesl

ASUNTA.- ¿Esperas un milagro?
LEONELA.- ¿Y por qué no? ¿No fuiste tú criada en casa de mi madre y ahora pagas reclinatorio de terciopelo en la misa mayor ¿No empezaste tú fregando platos y ahora tienes un olivar?
SANDRA.- Nadie me lo regaló, sino el trabajo de mi marido.
LEONELA.- Tu marido, tu marido... ¡Qué manera de llenarse la boca con la palabra, como si fuera la única casada por la Iglesia! ¿Y qué tiene el tuyo que no tenga el mío? ¿Ha pescado alguna vez tu marido una liebre en el río?
SANDRA.- ¿Una liebre en el río? ¡Seria cosa de ver!
LEONELA.- Pues el mío sí. Mírala en esa red.
LAS TRES.--(Riendo.) ¡Una liebre en el río.... una liebre en el río!
LISETA.- Pero Leonela,  ¿a qué viene esta burla?
LEONELA.- Nada de burlas. ¿Y el tuyo? ¿Ha cazado alguna vez tu marido una trucha en el bosque?
LISETA.- Bien seguro que no.
LEONELA.- Pues el mío si. Mírala en ese zurrón.
LAS TRES.- ( Ríen.) Una trucha en el bosque.... una trucha en el bosque...
ASUNTA.- ¡Jesús mil veces! ¿Hablas en serio, vecina?
LEONELA.- ¡Y si fuera eso solo! Pero lo más grande vino después. «Arrodíllate,  miserere,  que la mano de Dios está sobre tu cabeza».... y de repente, allí  mismo, el bendito milagro. ¿Se ha agachado alguna vez tu marido a besar la tierra y ha encontrado un tesoro delante de sus ojos?
SANDRA.- ¡Un tesoro! ¿Y en mitad del campo?
LEONELA.- (Exaltada.) ¡Pues el mío sí,  el mío sí!

LISETA.- ¿Se te ha vuelto el juicio?
ASUNTA.- ¡No le llevéis la contraria. que es peor!

LEONELA.- Un cofre de hierro.... montones de oro....pendientes, ajorcas. brazales... ¿Qué valen ahora tu olivar y tu reclinatorio? ¿No dicen que el que ríe mejor es el que ríe el último? ¡Pues miren cómo se ríe la última! (Ríe desgañitada y nerviosa. Las vecinas retroceden espantadas.) ¿Qué? ¿por qué me miráis así? ¿No me creéis. verdad?
SANDRA.- Por qué no,  mujer,  si todo lo que has dicho es lo más natural del mundo.
ASUNTA.- Acuéstate,  Leonela.... descansa...
LEONELA.- ¿Necesitáis pruebas palpables? Pues un momento,  que en seguida vuelvo. (Derriba a puntapiés los cestos.) ¡Fuera la sarna sarnosa!, ¡fuera la tiña tinosa! Se acabó la pobre Leonela. ¡Paso a la señora Leona! ¡La última... ja. ja.... la última! (Sale erguida con su risa estridente.)

 SANDRA.- ¡Ay, Señor, Señor. quién lo había de pensar! ¡Una mujer que parecía tan sana!
LISETA.- Soberbia  y pobreza son malas compañeras.
ASUNTA.- Siempre  dije yo que tenía que terminar así ¡Castigo de Dios! .
     (Se santiguan las tres y recogen apresuradamente sus cestos.)

SANDRA.- No dejéis la ropa. que es capaz de quemarla. Hay que contar esta novedad en la plaza.
LISETA.- Y en el mercado.
ASUNTA.- Y en la fuente. ¡Vamos. vamos!
      (Entran BRUNO y JUANELO con aire de haber escuchado.)

JUANELO.- ¿Por qué tanta prisa? ¿Pasa algo. comadres?
ASUNTA.- Nada, Juanelo. Cuida a tu mujer... La pobre, con tanto trabajo...
SANDRA.- Paños fríos, caldos de gallina, y reposo, mucho reposo.
LISETA.- Si algo necesitas, ya sabes dónde estamos. Adiós, vecino.
LAS TRES.- ¡Pobre Juanelo! ¡Pobre Leonela! (Salen haciéndose cruces.) BRUNO.- Ahora sí que la has armado buena. Todo el pueblo la señalará con el dedo; los rapaces la perseguirán a pedradas. ¿Te das cuenta de lo que has hecho?
JUANELO.-(Triunfal.) Lo más grande, padre. Más que pescar una liebre en el río, más que cazar una trucha en el bosque. ¡He conseguido que mi mujer guarde un secreto! (Desperezándose feliz.) ¡Y ahora, a dormir tranquilo!

                               ASÍ TERMINA LA FABULlLLA
 

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FARSA Y JUSTICIA DEL CORREGIDOR

(TRADICIÓN POPULAR)

 

Personajes

El Corregidor

El Secretario

El Posadero

 El Cazador

El Peregrino

El Sastre

El Leñador

Dos Alguaciles

Un Ministril.

   Sala capitular con estrado. Gran puerta de cuarterones al fondo, ante la cual montan la guardia dos Alguaciles,  y otra falsa de acceso al palacio. Preside cualquier Majestad barroca de Castilla

   (Entran el CORREGIDOR y el SECRETARIO de audiencias.  Hablan de los vinos y manjares con esa tierna malicia que otros, menos curtidos, reservan a las confidencias de  amor.)

SECRETARIO.- Por Cristo vivo que no recuerdo haber disfrutado en mi vida semejante banquete. Bien pregona la fama que en cien leguas a la redonda no hay mesa como la del señor corregidor.
CORREGIDOR.- Cada edad tiene su pecado capital. A los veinte padecí la  lujuria; a los treinta, la ira y a los cuarenta. la soberbia. Ahora,  con mis  cincuenta corridos, y antes que me llegue la avaricia, que es maldición de viejos, bendita sea esta gula que me libra de tantos males y a la que debo tantos bienes.

SECRETARlO.- Según eso,  ¿afirmaría vuestra señoría que la gula puede ser  una virtud?

CORREGlDOR.- Sin  vacilar. En los años que lleva en  mi secretaría, ¿qué le han parecido mis sentencias?

SECRETARIO.- Todo el mundo  las celebra como la suma  de la bondad,  de la sabiduría y la justicia.

CORREGIDOR.-¿ Y a qué lo atribuye vuesa merced?

SECRETARIO.- Ante todo, a vuestro noble corazón.
CORREGlDOR.- Error profundo.
SECRETARIO.- A vuestro prodigioso cerebro salmantino.
CORREGIDOR.- Tampoco, hermano. Todo el secreto está en el estómago. (Mientras sirve licor que un  MINISTRIL trae en salvilla.) Un hombre bien comido es siempre un hombre bueno. Un hombre bien bebido es siempre un hombre sabio. El día que a Salomón se le ocurrió la idea de partir a un niño en dos, estaba inspirado por una luminosa digestión. (Le ofrece un vaso y levanta el suyo.) ¡Por el único pecado de carne que se puede llevar dignamente a mis años!
SECRETARIO.- ¡Por el nuevo Salomón de todas las Españas!
LOS DOS.- Salud. (Beben y restallan la lenguas jurisperitas)
SECRETARIO.- ¿Tostado?
CORREGIDOR.- Demasiado viejo para eso.
SECRETARIO.- ¿Solera?
CORREGIDOR.- Demasiado joven.
SECRETARIO.- Entonces, moscateI.
CORREGIDOR.- Tu dixisti.
SECRETARIO.- Bendita sea la cepa madre. (Beben y restallan de nuevo.) Y ese plato que hemos comido, ¿no podríais decirme de qué dulce milagro estaba hecho?
CORREGIDOR.- ¿No lo adivina aún?
SECRETARIO.- Por momentos sabía a pernil de monte; por momentos, a muslo de volatería.
CORREGIDOR.- Tal vez fueran ambas cosas juntas. Piense en una.
SECRETARIO.- ¿Paloma torcaz?
CORREGIDOR.- Demasiado duras; vuelan largo.
SECRETARIO.--¿Perdiz?
CORREGlDOR.- Demasiado flojas; vuelan corto. Piense más alto.
SECRETARIO.- ¿Pato salvaje?
CORREGlDOR.- Menos popular.
SECRETARIO.- ¿Garza?
CORREGlDOR.-  Más noble aún.
SECRETARIO.- ¡Faisán!
CORREGlDOR.- ¡Bravo, secretario! Ya está desvelada la mitad del misterio. ¿Vamos con la otra mitad?
         (Se sientan juntos en plena intimidad confidencial.)

SECRETARIO.- Esperad que recuerde. Olía a campo y a fruta.
CORREGIDOR.- Buen principio.
SECRETARIO.- EI sabor era de muerte reciente y en sazón, como de cerdo por diciembre.
CORREGIDOR.- Cerca le anda. Pero ¿y aquella inocente ternura de manteca?
SECRETARIO.- ¿Lechón quizá?
CORREGlDOR.--Ca1iente, caliente. Pero ¿y aquel sabor de carne perseguida?
SECRETARIO.- ¿ Venado?
CORREGlDOR.- ¡Que se quema! Pero ¿y aquel gusto bravío de retama?
SECRETARIO.- ¿Jabalí?
CORREGIDOR.- ¡Lechón de jabalí con salsa de ciruelas!
SECRETARIO.- ¡Alabado sea el Santísimo! ¿Ya qué espera el Cabildo para levantar una estatua a vuestra cocinera?
CORREGlDOR.- ¿Cocinera? ¡Vade retro, blasfemo! Si mi cocinera fuera capaz de tal prodigio, ya hace tiempo que sería mi esposa. No, hijo mío; las mujeres se quedan en los platos mostrencos: la olla podrida, la pepitoria o la menestra. Algunas, más audaces, llegan al estofado de liebre con olivas... y hasta hay casos aislados  de paella. Pero la cocina artística está reservada al genio del hombre. Y entre todos los llamados sólo hay un elegido...
SECRETARIO.- ¡Ciego de mí! No digáis más : ¡Juan Blas el posadero!
CORREGIDOR.- ¡Juan Blas el de las Manos de Oro!
SECRETARIO.- Ahora lo comprendo todo.
CORREGIDOR.- Todo no. Todavía queda un detalle sutil. (Se acerca más. Baja la voz.) ¿No percibió en el guiso cierto aroma furtivo.... como una trampa en el juego.... como una cita con  una recién casada. SECRETARIO.- Sí, por cierto; un tufillo inquietante

CORREGIDOR.-¡Ay!... Era el perfume del pecado.
SECRETARIO.- ¿Qué pecado?
CORREGIDOR.- Míreme bien a los ojos. ¿Soy yo un hombre honrado?
SECRETARIO.- El más honrado. el más justo, el más incorruptible de los jueces.
CORREGIDOR.- Pues bien, hermano; eso que acabamos de comer juntos era el producto de un robo.
SECRETARIO.- ¡Imposible! ¿Su señoría robando?
CORREGIDOR.- Yo pecador.
SECRETARIO.- ¿Y yo vuestro cómplice? ¿Yo vuestro encubridor por una hora de gula?
CORREGIDOR.- Es mi talón de Aquiles. Póngame delante una sonrisa de moza o una lágrima de viuda. y me verá impávido. Póngame a los pies todo el oro del mundo, y no me verá doblar la vara de la justicia. Pero no me ponga un lechón de jabalí con salsa de ciruelas porque soy hombre al agua. (Levanta su vaso.) ¡Por Juan Blas el posadero. que Dios me conserve por los siglos de los siglos!
SECRETARIO.- Amén.
(Chocan y beben. Se oyen fuera dos tiros, gritos lejanos y la voz de JUAN BLAS que llega corriendo.)

VOZ.- ¡Socorro! ¡Favor!
ALGUACILES.-  (Deteniéndole.) !Alto!
POSADERO.- ¡Que me matan! ¡Piedad para un inocente!
SECRETARIO.- ¡Dios de Dios! ¿No es Juan Blas. el posadero en persona?
CORREGIDOR.- Dejadle paso!
(Los ALGUACILES se apartan. JUAN Blas cae de rodillas, temblando, a los pies del CORREGIDOR.)

 POSADERO.- ¡Por su alma. señor corregidor, sálveme! ¡Cuatro hombres me vienen persiguiendo, dispuestos a arrancarme el  pellejo!
CORREGIDOR.- ¿En mi presencia?
POSADERO.- Con la furia que traen son capaces de todo. (Se oye el griterío llegando a la puerta.)  ¡Ahí están! ¡Muerto soy si la vara de la justicia no me ampara!
CORREGIDOR.- Pronto, secretario, detenga a esos hombres. Y que no entre nadie hasta que yo lo ordene. (Salen el SECRETARIO y ALGUACILES, cerrando la puerta. Fuera va calmándose el tumulto.) Tranquilízate, hijo mío. ¿Por qué te persiguen?
POSADERO.- Por cuatro cosas en que no tengo culpa: un robo, un mal parto, cuatro costillas rotas y un rabo de burro.
CORREGIDOR.- Nunca escuché juntos tan extraños delitos. Explícate.
POSADERO.- Lo del robo,  mejor lo sabe su señoría que yo. Es aquel lechón de jabalí que me hizo traerle esta mañana. Imagínese cómo se puso el cazador cuando volvió a buscarlo y se encontró con las manos vacías.
CORREGIDOR.- Era de esperar. Pero ¿no le dijiste que el lechón se había escapado del horno como te mandé?
POSADERO.- ¡Nunca tal hubiera dicho! Echó mano a la escopeta jurando como un demonio,  y si no pongo pies en polvorosa,  a estas horas está su señoría hablando con un cadáver.
CORREGIDOR.- Comprendo lo del cazador. Pero ¿y los otros?
POSADERO.- Todo lo enredó mi mala estrella. Huyendo del cazador, le rompí cuatro costillas a un peregrino; huyendo del peregrino, atropellé a la mujer del sastre, que estaba embarazada; y huyendo del sastre ocurrió la desgracia más sangrienta: la del burro.
CORREGIDOR.- ¿Qué desgracia y qué burro son ésos?
POSADERO.- El burro del leñador. Era mi única salvación para escapar,  pero el maldito animal se echó al suelo; yo quise levantarlo a la fuerza tirándole del rabo, y él que no, yo que sí, tanto tiramos los dos,  que me quedé de cuajo con el rabo entre las manos. Y ahí están los cuatro como cuatro furias pidiendo a gritos mi cabeza. ¡Defiéndame. señor1 CORREGlDOR.- Calma, Juan Blas, calma. Difícil es tu caso, pero soy hombre agradecido y ¡mal potaje de nabos me dé Dios si no te salvo! Que más le valiera a la República perder sus monumentos y su historia que perder un cocinero como tú.
POSADERo.- (Besándole las manos.) ¡Gracias, señor,gracias!
   (El CORREGIDOR sube al estrado y agita la campanilla.Se abre la puerta.)

CORREGIDOR.- Que pasen los querellantes.
(Entran en tropel, detrás del SECRETARIO, el CAZADOR con su pluma y escopeta, el PEREGRINO con su bordón y conchas santiaguesas, el SASTRE con sus enormes tijeras y el LEÑADOR con su rabo de asno. Los ALGUACILES quedan nuevamente en la guardia.)

CAZADOR.- Ahí está el ladrón. ¡A la picota!
SASTRE.- El asesino de niños. ¡A la horca!
PEREGRlNO.- ¡Mis costillas.... ay mis pobres costillas!

LEÑADOR.- Mi pollino querido.... mi compañero de fatigas. ¡Mire, señor, este triste despojo!
TODOS.- ¡Justicia, señor corregidor!
CORREGlDOR.- (lmponiéndose a campanillazos.) ¡Silencio todos! Siéntese el acusado. Siéntense los querellantes. Y oigamos en derecho a las dos partes. (Alza el brazo, solemne.) En el nombre del Padre, etcétera, etcétera, ¿juran todos decir, etcétera, etcétera?
TODOS.- ¡Juramos!
CORREGlDOR.- Queda abierta la audiencia. Escriba, secretario. (Se sienta. Los cuatro acusadores vuelven a alborotarse.)

CAZADOR.- ¡Cien latigazos a ese ladrón!
PEREGRINO.- ¡Mis costillas.... mis costillas!
SASTRE.- ¡Venganza para un padre malogrado!
LEÑADOR.- ¡Justicia contra ese arrancador de rabos inocentes! (Llora besando y acariciando su despojo. Campanillazos.)

CORREGlDOR.- ¡Silencio, repito, o hago desalojar la sala! Que hable el primero.

 


CAZADOR.- (Se levanta.) Yo. señor, soy cazador de oficio. Esta mañana salí temprano al monte y tuve la fortuna de cazar un faisán y un lechón de jabalí, que juntamente con una libra de ciruelas, llevé al horno de este enemigo público. Tres horas después vuelvo con la boca en agua a reclamar mi guiso y ¿sabe su señoría con qué cuento me sale el muy bribón? ¡Qué se atreva a repetido delante de la Justicia!
CORREGIDOR.- Conteste el reo. ¿Dónde están las ciruelas de este hombre?
POSADERO.- Se las comió el faisán.
CORREGIDOR.- ¿Y el faisán?
POSADERO.- Se lo comió el jabalí.
CORREGIDOR.- ¿ Y el jabalí?
POSADERO.- No hice más que abrir el horno y echó a correr hacia el monte como una centella.
CAZADOR.- ¿Cuándo se ha visto mayor desvergüenza? Encima del robo, el embuste y el escarnio. ¿No es para mandarlo al garrote de cabeza?
CORREGIDOR.- Calma,  cazador, que la ira es mala consejera. Juzguemos serenamente. Por lo pronto. las tres afirmaciones que ha hecho el acusado podrán ser sospechosas de facto, pero in principio son indiscutibles.¿Puede nadie negar que un faisán coma ciruelas?
CAZADOR.- Eso no.
CORREGIDOR.- ¿Puede nadie negar que un jabalí coma faisanes?
CAZADOR.- Tampoco.
CORREGlDOR.- ¿ Y puede nadie negar que un animal de monte tire al monte?
CAZADOR.- Pero, señor corregidor, es imposible. El jabalí estaba muerto y bien muerto.
CORREGIDOR.- Nada hay imposible ante la voluntad de Dios. Muerta estaba la hija de Jairo cuando le fue dicho: «¡Dormida estás, despierta!» SECRETARIO.- San Mateo. capítulo 9,  versículo 25.
CORREGIDOR.- Muerto y bien muerto estaba Lázaro cuando le fue dicho: «Levántate y anda.»

SECRETARIO.- San Juan, capítulo 11, versículo 43.
CORREGIDOR.- ¿ Vas a poner en duda los santos Evangelios?
CAZADOR.- ¿Qué importan ahora San Juan y San Mateo.
CORREGIDOR.- ¿Cómo que no importan? ¡Anote, secretario!
SECRETARIO.- Anoto. (Escribe vertiginosamente.)

CAZADOR.- De lo que se trata aquí es de Juan Blas el posadero. Y yo afirmo que un posadero no puede hacer milagros.
CORREGIDOR.- ¡Imprudencia temeraria! ¿No tienen acaso todos los posaderos del mundo el don de transformar el agua en vino como en las bodas de Caná? ¡Anote!

SECRETARIO.- Anoto.
CAZADOR.- Yo no hablo de agua ni de vino, sino de mi jabato al horno. ¡Y lo que yo digo es que la carne al horno muerta está y muerta se queda para siempre!
CORREGlDOR.- ¿Qué dices, insensato? ¿Serás también capaz de negar la resurrección de la carne? ¡Anote!
SECRETARIO.- Anoto.
CAZADOR.- Pero señor corregidor...
CORREGIDOR.- ¡Silencio! ¿Anotó?
SECRETARIO.- Anoté.
CORREGIDOR.·- Lea el folio.
SECRETARIO.- Primo: el deponente confiesa ser cazador de oficio, con desprecio evidente del quinto mandamiento: no matarás. Secundo: declara impúdicamente no importársele un rábano de los Santos Testimonios y las bodas de Caná. Tercio: manifiesta abiertas dudas y recelos sobre el dogma de la Resurrección. Cuarto...
CORREGIDOR.- Suficiente. Lo siento por ti, hijo mío. Podría perdonarte que hayas tratado de difamar a un honrado ciudadano, sin pruebas ni testigos, y hasta que hayas penetrado con armas en el templo de la Justicia. Pero esta herejía in fraganti no habrá más remedio que someterla a la Santa Inquisición.
CAZADOR.- ¿La Inquisición? (Cae de rodillas.) ¡Misericordia. señor! Yo abjuro. reniego y me retracto de todo lo dicho. ¡Mea culpa. mea culpa. mea máxima culpa!
CORREGIDOR.- ¿Tiene algo que oponer el acusado?
POSADERO.- Por mi parte, puede ir en paz. Yo le perdono.
CAZADOR.- Gracias, hermano Blas. Gracias, señor.
CORREGIDOR.- (Agita la campanilla y se levanta para sentenciar. Todos en pie.) Vista la conciliación de las partes: devuélvase al posadero la honra y fama que se le había quitado. El primer faisán y el primer jabalí que cobre el cazador tráigalos a este tribunal como descargo, y previo el pago de veinte reales para ayuda de costas, ásese. condiméntese y sírvase. ¡Digo! ¡Sobreséase. lácrese y archívese! (Nuevo campanillazo. Se sientan todos.) Que hable el segundo.
        (El cazador vuelve a su sitio y se levanta el PEREGRINO.)                        

PEREGRINO.- Yo,  señor. soy un pobre peregrino de vuelta de Compostela. Estaba en la iglesia rezando santamente mi rosario, cuando siento allá arriba en el coro un estrépito de carreras y alaridos como de gatos en enero. No hago más que levantar los ojos creyendo que se hundía el firmamento, y de repente este posadero del infierno que se me desploma encima, rompiéndome cuatro costillas. ¿Qué va a ser ahora de mí, viejo y tullido? ¡Justicia en nombre del cielo!
CORREGIDOR.- (Encarando. furioso, al POSADERO.) ¡Ah bestia del Apocalipsis! ¿A un anciano bendito del Apóstol. en plena oración y en plena iglesia? ¿Cómo puedes disculpar tal sacrilegio?
POSADERO.- Yo iba ciego de terror y entré en sagrado buscando refugio. El cazador me persiguió con la escopeta escaleras arriba. No me quedaba otra salida que saltar la baranda. Entonces cerré los ojos y... ¡zasl ¿ Quién podía imaginarse que este santo varón estuviera debajo?
CORREGIDOR.- ¡Basta! Has incurrido en pecado de profanación y la ley ha de ser inexorable. ¡Ojo por ojo, costilla por costilla! Vete ahora mismo a la iglesia y arrodíllate a rezar el rosario. Tú, peregrino, súbete al coro, cierra los ojos y tírate sin miedo encima de él.
PEREGRINO.- Pero. señor corregidor, ¡son siete varas de altura!
CORREGIDOR.- Mejor: cuanto más alto el coro, mayor será el castigo.
PEREGRINO.-¿ Y si no atino y caigo en las baldosas? ¿Y si en lugar de sus costillas se rompen otras cuatro de las mías?
CORREGIDOR.- ¡Cómo, hombre de poca fe! ¿Vas a dudar del juicio de Dios?
PEREGRINO.- ¡No! No es la fe lo que me falta. Pero, pensándolo bien, con las costillas que me quedan, todavía puedo arreglarme. ¡ Y es tan cristiano sufrir y perdonar! Si el señor lo permite, prefiero retirar la demanda.
CORREGIDOR.- ¿Tiene algo que oponer el acusado?
POSADERO.- Nada, señor.
CORREGIDOR.- En ese caso... (Campanillazo. y todos en pie.) Visto el mutuo consenso y la cristiana renunciación del demandante: por esta sola vez, y sin que sirva de precedente, autorícese al peregrino a seguir viaje libre de toda costa, caución y emolumento. Sobreséase, lácrese y archívese. (Se sientan.) Que hable el tercero.
(Vuelve a su sitio el PEREGRINO y se levanta el SASTRE.)

SASTRE.-  Yo, señor, soy sastre de tijera, como puede verse. Hace siete años que me casé soñando con un hijo a quien dejar mi oficio y mis ahorros, pero el fruto esperado no llegaba. Nos pasábamos las noches enteras rezando juntos. y nada. Las comadres acudían con hierbas, ensalmos y jaculatorias, y nada. La llevé a las benditas aguas de San Serenín del Monte,  y tampoco. Ya empezaba a desesperar,  cuando por fin el milagro se hizo. ¡Imagínese mi gozo! Día por día le medía la cintura, bendiciendo cada nueva pulgada y considerándome el más feliz de los sastres padres...
CORREGIDOR.- Conmovedora historia, pero al grano.
SASTRE.- Pues el grano fue que este mediodía íbamos juntos a la iglesia a dar gracias al cielo,  cuando, de repente,  la puerta que se abre de golpe, este energúmeno  que sale como una tromba estrellándose contra mi mujer, y entre el encontronazo y el espanto, mi trabajo de siete años perdido en un minuto! ¡Justicia contra el asesino!

POSADERO.- ¡Soy inocente! Si yo hubiera sabido que tu mujer estaba en vísperas, antes me hubiera dejado arrancar los ojos que rozarla siquiera. ¡Perdón, hermano sastre!
SASTRE.- Nada se arregla con perdones. Esta mañana yo era un hombre feliz y ahora soy un desdichado. Esta mañana mi mujer estaba llena y redonda como una manzana, y ahora está floja y escurrida como un odre. ¡Justicia, señor corregidor!
CORREGlDOR.- ¡Ah, miserable posadero! ¡De ésta sí que no te salvas! Llévate a tu casa a la mujer de este buen hombre, y no descanses hasta devolvérsela llena y redonda como estaba. ¡Pronto!
POSADERO.- (Levantándose resuelto.) ¡Vamos!
SASTRE.- ¡Alto ahí!  ¡Protesto la sentencia!
CORREGIDOR.- Protesta rechazada. Si este infame te ha arruinado una cosecha, ¿no es justo que te devuelva otra cosecha?
SASTRE.- Me niego. ¡Es una injusticia manifiesta!
CORREGIDOR.- ¿Insulto a la autoridad? ¡Veinte reales de multa por desacato al Tribunal!
   (El SECRETARIO escribe vertiginosamente consumiendo folios.)

SASTRE.- No me importa el precio. ¡Todos mis ahorros con tal de ver a ese desalmado en la picota!

CORREGIDOR.- ¿Intento de soborno? ¡Cuarenta reales!
SASTRE.- (Desesperado, buscando amparo en la conciencia popular.) ¿Oyen esto, vecinos? ¿Puede consentirse este atropello?
CORREGIDOR.- ¿lncitación a la rebelión? ¡Ochenta reales!
SASTRE.- ¡Apelaré a Su Majestad! ¡Si es necesario, llegare hasta Roma!
CORREGlDOR.- ¿Colaboración con una potencia extranjera? ¡Ciento sesenta reales! ¿Tienes algo más que alegar?
SASTRE.- (Calmándose de repente.) Nada, señor, muchas gracias. Sólo quisiera hacer constar humildemente -sin alevosía ni ensañamiento- que, en cuanto al posadero, renuncio a toda restitución en especie. Mis cosechas prefiero sembrármelas yo mismo.
CORREGlDOR.- Puesto así,  puede considerarse. ¿De acuerdo el acusado?
POSADERO.- De acuerdo.
CORREGIDOR.--Conciliadas las partes. (Campanillazo y en pie.) Veinte, cuarenta, ochenta y ciento sesenta, trescientos reales redondos. Páguese, cóbrese y embólsese. (Se sientan.) Que hable el cuarto. (El LEÑADOR se levanta confuso, escondiendo su rabo. Vacila. De pronto echa a correr hacia la puerta. Los ALGUACILES cierran el paso.) ¡Alto! ¿Adónde va ese loco?
LEÑADOR.- Es tarde y tengo que llevar mi leña al mercado.
CORREGIDOR.- Aguarda, hijo. Primero tienes derecho a que se te escuche y se te haga justicia. ¿No traías una acusación contra ese maldito posadero?
LEÑADOR.- ¿Una acusación yo? ¡Jamás! Yo juro y perjuro por toda la corte celestial que mi burro nació sin rabo, que toda su vida vivió sin rabo, y que sin rabo ha de morir en paz y en gracia de Dios. ¡Con licencia, señor corregidor! (Sale corriendo.)

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El milagro pequeño
Aquella pobre niña
que aún no tenía senos…
Y la niña lloraba:
Yo quiero tener senos.
Señor, haz un milagro:
un milagro pequeño.
Pero Dios no la oía,
allá arriba, tan lejos…
Y cogió dos palomas,
se las puso en el pecho…
Pero las dos palomas
levantaron el vuelo.
Y cogió dos estrellas,
se la puso en el pecho…
Las estrellas temblaron
y se apagaron luego.
Y cogió dos magnolias,
se las puso en el pecho…
Las dos magnolias blancas
deshojaron sus pétalos.
Y cogió dos panales,
se los puso en el pecho…
Y la miel y la cera
se helaron en el viento.
¡Un milagro, Señor,
un milagro pequeño!
Pero Dios no la oía,
allá arriba, tan lejos.
Y un día fue el amor;
se le entró pecho adentro
¡y se sintió florida!
Le nacieron dos senos
con pico de paloma,
con temblor de luceros,
como magnolias, blancos;
como panales, llenos.
¡Igual que dos milagros…
pequeños!

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